Cargar la cruz en el corazón y en la cotidianeidad



Santo Domingo de Guzmán, memorial

Para el día de hoy (08/08/14) 

Evangelio según San Mateo 16, 24-28




Refresquemos por un momento lo que sabemos acerca de la cruz: eran el patíbulo elegido por el imperio romano, especialmente, para ejecutar a los reos condenados a muerte por los delitos más abyectos, a los criminales marginales. El mismo horror producido y la exhibición obscena del ejecutado a la vez tenían por objeto una clara intención disuasoria y amenazante, de tal modo de taladrar mentes y corazones con el metamensaje de si haces lo mismo que éste, así terminarás. 
Por otra parte, la Ley mosaica estipulaba que todo ajusticiado de esa manera o por la horca se debía a pretéritos o cercanos pecados, y a su vez el reo era un maldito, un impuro mayor, el sambenito cruel de los maldecidos por el nefasto silogismos del por algo será.

Muerte, marginalidad y maldición parece ser la consecuencia directa de la cruz, y puede desatarse un temporal de emociones encontradas en nuestras almas porque es Cristo quien nos dice que quien lo siga -el verdadero discípulo- ha de negarse a sí mismo, renunciar a cualquier apetito personal y ponerse al hombro esa cruz que es un horror y se asoma en las cumbres de la inhumanidad. 
Sin embargo y con todo lo gravoso, con todo y a pesar de todo, el distingo fundamental, quien cambia la polaridad del espanto y cualquier otro rótulo es el amor y la fidelidad.

Esa abnegación es un bien evangélico que escasea, pero que otros tanto, en fructífero silencio, cultivan en las parcelas fértiles de sus corazones, para mayor gloria de Dios y bien de los hermanos.

Seguir a Cristo no es nada fácil ni simpático, máxime en los vaivenes cotidianos y en medio de las enfermas posturas sociales de nuestros días. Porque todo parece indicar que es una locura no apostar a la individualidad, al bienestar personal, al goce y a los disfrutes propios sin ningún tipo de incovenientes que se acepten consciente y voluntariamente.

Seguir a Cristo es atreverse a hacerse marginal y maldito, a renunciarse a cada momento, a no medrar con la existencia y el esfuerzo de los demás, y a ascender hacia otros niveles de humanidad -a crecer- sin utilizar las cabezas de los otros como escalones, sino más bien a ir con los demás, y desde la propia pequeñez a aliviar la carga de tantos que están doblegados por tantas cruces que se les impone.

Como bien lo entendieron, asumieron y practicaron Domingo, Francisco, Clara, Pedro Nolasco y tantos otros santos hermanos nuestros de todos los tiempos, luces fieles en nuestro mundo de tinieblas.

Paz y Bien
 

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