Para el día de hoy (12/08/14)
Evangelio según San Mateo 18, 1-5. 10. 12-14
Los discípulos no podían abandonar su hambre mundano de poder y preeminencia. Y eso, a su vez, estaba profundamente entrelazado con su idea de un Mesías glorioso y vencedor de sus enemigos, que gobernaría Israel mediante la fuerza y a través de imponentes victorias militares por sobre sus enemigos.
Aún cuando siguieran por los caminos al Maestro, aún cuando lo amaran y trataran de seguir sus enseñanzas, persistía en ellos esa idea de grandeza, de preponderancia de unos por sobre otros, de una verticalidad que se decide por los rótulos y nó por lo que se hace, y es precisamente el motivo de la pregunta a Jesús acerca de quién es el mayor en el Reino de los cielos.
Y es dable suponer el estupor y el asombro de esos hombres cuando Jesús, como respuesta, pone a un niño en el medio de la reunión, como centro de la reunión, y asevera que quien no se hace como un niño, no entrará en el Reino de los cielos. Así de terminante, así de taxativo, sin medias tintas y sin ambigüedades: o hacerse como niños o no ser parte del Reino, de las cosas de Dios, de la eternidad, de la trascendencia.
Es menester aquí señalar dos cuestiones fundamentales.
Por un lado, en la Palestina del siglo I, los esclavos, las mujeres y los niños no tienen relevancia ni derechos, son débiles, carecen de poder y son en todo dependientes de los demás. Un niño solamente cuenta por sus padres, jamás por sí mismo, y a esos hombres jamás se les habría ocurrido poner a una criatura como ejemplo de esa vida nueva propuesta por el Maestro.
Por otro lado, el hacerse niño no implica una regresión a edades tempranas ni una vindicación banal de la ingenuidad.
Hacerse niño es decidirse por la otra grandeza, la grandeza del Reino, la grandeza de Cristo que es la de un Dios que se despoja de todo para asumir a pura bondad la condición humana. Es recuperar la capacidad de asombro. Es poner en el centro de todos los afanes a los más débiles, a los que no cuentan, a los que para el mundo son insignificantes. Es aferrarse a ese Dios que es Padre y es Madre. Es la abnegación, es decir, anteponer el bien del prójimo por ante cualquier interés individual.
Es la locura de salir en busca de la oveja perdida, en la santa ilógica de que todos cuentan, que todos, a los ojos de Dios, son y somos importantísimos, y que vale la pena jugarse la vida en esos riesgos magníficos.
Paz y Bien
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