Epifanía: una estrella santa que guíe nuestros pasos inciertos, porque Dios se manifiesta


















La Epifanía del Señor
 
Para el día de hoy (06/01/20):  

Evangelio según San Mateo 2, 1-12







La fiesta de la Epifanía, tradicionalmente, se la identifica como el día de los Reyes Magos, y ello no es sólo inexacto sino que probablemente se haya sobrecargado con ciertas dosis de puerilidad.
Pero lo cierto es que el Evangelio que hoy nos nutre habla de magos de Oriente, el número de tres se obtiene por inferencia debido, probablemente, a las ofrendas que presentan -oro, incienso y mirra-, y a que el número tres se asocia simbólicamente en el judaísmo con lo divino. Los nombres que se le adjudican provienen de ciertas tradiciones tardías.

Como fuere, sabemos que se trata de unos magos o sabios en el sentido antiguo del término magoi, cultores o sacerdotes de Zoroastro -probablemente originarios de Persia- cuya experticia principal es la astrología y el estudio de la bóveda celeste. De allí que, sin hesitar, se dejen conducir por una estrella especial que les anuncia el nacimiento del Mesías de Israel, a quien buscan durante mucho tiempo.

Buscar, buscar sin descanso, saber mirar y ver. Dios se deja encontrar.

La fiesta de la Epifanía es día de reyes, más no en el sentido usual de esos Reyes Magos. Epifanía habla de dos reyes muy distintos, Herodes el Grande y Cristo.

Ese Herodes es el rey del poder omnímodo sin límites éticos, el poder que se impone por la fuerza brutal, el subordinarlo todo a los propios caprichos, el rey que no vacila en aplastar cualquier amenaza -por mínima que fuera- mediante la muerte. Así se cobrará sin demasiados problemas la vida del Bautista, así asesinará hijos, esposas y hermanos.

La escena estremece, y tiene mucho de peligrosa. Hay cierto grado de subversiva sedición tácita: esos hombres venidos de tierras lejanas, se presentan en el palacio del Rey de Judea y requieren ver...al Rey de los judíos que ha nacido para llegarse a Él y adorarle. 
En cierto modo, es como si tras las palabras Alguien le dijera a Herodes que puede tener sus palacios, su poder, sus tropas, pero que él no es para nada un rey.
Herodes es un infame paranoico que se afirma, como todo tirano, sobre la muerte y el desprecio de los demás.

En Jerusalem se desata un escándalo por las palabras de esos viajeros de Oriente; la religión oficial -dependiente y socia del rey de turno- indaga en las Escrituras, y le informa a Herodes que el Mesías nacerá, según las profecías, en Belén de Judá, la pequeña ciudad de David mencionada por el profeta Miqueas.
Herodes quiere tener precisiones, y les pide mentirosamente a los viajeros que sigan la estrella, encuentren al rey nacido y le informen a él mismo, para ir a adorarle. Pero su adoración se transformará en una terrible oleada de muerte.
Los magos venidos de Oriente lo buscan y lo encuentran, porque su búsqueda es cordial y sincera. Herodes tiene serias dificultades, pues sus intereses son espúreos.

Los venidos de lejos, los extraños, los extranjeros se llegan hasta el sitio santo en donde esa estrella amiga se detiene. Los propios, los principales de Judá, ni lo encuentran ni lo aceptan.

En el pequeño refugio nocturno de animales, en el pesebre de Belén, surge una luz titilante de un rey muy distinto. Un rey sin otro palacio que los brazos amorosos de su Madre. Un rey nacido en la pobreza, en la marginalidad, de un embarazo extraño. Un rey sin otros cortesanos que unos mínimos pastores del campo. Un rey frágil, un rey que es un bebé que llora en la noche su frío y su hambre. Un rey que depende del cuidado de los otros.

Aún así, es el Rey del Universo. Y los magos, buscadores sin descanso, lo encuentran y se ponen a sus pies, adorándolo. Saben que es un bebé, un niño pequeño, pero que allí está la realeza que les anunciaron los astros y, especialmente, los ecos que se suscitaron en sus corazones.

Con esos magos, es menester indagar las señales del Rey de reyes, señales humildes, señales de ternura, señales de servicio.

No nos faltará una estrella santa que guíe nuestros pasos inciertos, porque Dios se manifiesta.

Paz y Bien

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