Bautismo del Señor: cielos abiertos definitivos













El Bautismo del Señor 

Para el día de hoy (12/01/20):  

Evangelio según San Mateo 3, 13-17








La práctica ritual del bautismo no era desconocida para la fé de Israel; se bautizaba a los prosélitos -es decir, a los gentiles/extranjeros- conversos al judaísmo. Esto se realizaba en la mikve o piscina ritual, que solía ubicarse primordialmente en el Templo; la inmersión en sus aguas -aguas corrientes, nunca estancadas- suponía parte fundamental de ritos de purificación.

Pero en un momento determinado, surge un hombre recto e íntegro como Juan, hijo del sacerdote Zacarías y de Isabel, que comienza a bautizar en pleno desierto, en las aguas del Jordán. Es grave, es controversial y es muy peligroso. 
Juan es un hijo de un sacerdote del Templo y no desconoce la ortodoxia. El desplazamiento del Templo hacia el desierto supone cierto grado de profanación, es decir, pasar del ámbito sagrado al espacio profano de un río. Pero lo verdaderamente riesgoso es que Juan está bautizando judíos, que se llegan a Betania en un número cada vez mayor.
Es inconcebible que un judío se bautice: como miembro del Pueblo Elegido, como hijo de Abraham, tenía asegurada la Salvación y no requería ningún bautismo, y quien se arrogara ese derecho, derecho de Dios, -como Juan lo hacía- era pasible de ser considerado blasfemo, y por tanto condenado a muerte.

Como si no fuera suficiente, el Bautista presiona más todavía: el bautismo es imprescindible como señal de conversión y arrepentimiento para no perecer, para reconciliarse con el Dios al que han ofendido con una miríada de pecados. 
Simbólicamente, bautizarse es en cierto modo morir bajo las aguas para emerger con una vida nueva, renovada. Juan es un hombre del Espíritu, un hombre con capacidad de leer los signos de los tiempos y poseedor de una mirada lejana, y sabe que su bautismo es necesario pero insuficiente: tras de él vendrá Alguien que es más poderoso, el más fuerte, y que re-creará los corazones -la existencia misma- con un bautismo de fuego, la perenne bendición del Espíritu Santo.

Por entre los ríos crecientes de gentes que se dirigen al río para ser bautizados, camina un hombre joven, galileo de Nazareth. Silencioso entre la multitud, aguarda pacientemente su turno como uno más entre tantos.
Desde lejos, Juan intuye quien es. Y en su presencia, se incomoda violentamente y se resiste: es Juan quien debe ser bautizado por el joven nazareno, y nó a la inversa.

Ese Cristo que se llega a bautizarse es señal inequívoca de las primacías bondadosas de Dios, que siempre se nos está acercando humilde y sencillo, sin estridencias.

 Más Jesús de Nazareth persuade al magnífico Bautista de que lo bautice: se trata de una primordial cuestión de justicia, una justicia que no ha de representarse con una señora de ojos vendados y que porta una balanza en perfecto equilibrio, cuyas platinas se inclinan hacia uno u otro lado según la carga de méritos o pecados.
Lo justo referido por el Maestro es aquello de ajustarse a la voluntad de Dios.

Y la voluntad del Dios de Jesús de Nazareth es ponerse del lado de los pecadores, entre los marginales, en medio de los portadores de cualquier estigma, caminar lentamente con la humanidad quebrantada para que todos levanten la mirada.
Pues los cielos están abiertos y todos -todos, sin excepción, creyentes e incrédulos- somos hijas e hijos predilectos y amadísimos por el Dios del universo que se ha llegado hasta nuestros arrabales existenciales y se ha quedado para siempre.

Paz y Bien

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