Para el día de hoy (11/07/14)
Evangelio según San Mateo 10, 16-23
La misión cristiana es profética, pues en la raíz de su mandato está el anunciar el Reino de Dios y, a la vez, denunciar todo lo que a ese Reino se oponga, todo lo contrario a Dios, todo lo que sea injusto y por ello mismo inhumano.
La misión está signada y definida por la eternidad de la Gracia de Dios y la perpetua compañía de Cristo, protagonista real de cualquier esfuerzo de los misioneros.
Sin embargo, la misión implica riesgos, a menudo gravísimos. Toda vocación profética que se encarne en este mundo es una amenaza para los poderosos, y los poderosos reaccionan con violencia, dispensando miserias y hambres en un sistema que han edificado para su propio provecho, que nunca para la justicia.
El panorama, lógicamente, asoma desalentador in extremis. Pero no estamos abandonados a los azares de los perversos: en Dios está nuestra suerte.
La mansedumbre necesaria -es Cristo, Señor de la paciencia y príncipe de paz el que vá- exige sencillez. Esa sencillez es la transparencia de la fidelidad, la transparencia que en nada obsta a que se advierta que no es uno quien decide y actúa, sino que es Cristo el que se hace presente, el que obra, el que habla.
El Espíritu de Dios jamás nos abandonará.
Pero mansedumbre y sencillez no implica ingenuidad. Es una tontería y una mezquindad no poner al servicio de la misión todas las capacidades que tengamos, por pequeñas y limitadas que parezcan. Ser astutos como serpientes es una cuestión de inteligencia y perspicacia y nó un supuesto ético que implique moverse rastreramente.
Esa astucia lleva también a identificar a todo lobo, a los que con pieles de ovejas maquillan sus intenciones de lastimar a los hermanos. Porque los carroñeros tienen una constante: para alimentarse han de matar primero. Y los lobos -tristemente, muchas manadas caminan en los ámbitos eclesiales- son tenaces dispensadores de muerte y dolor.
No es un mecanismo de autodefensa, sino un mandato evangélico de protección de los más pequeños desde la verdad, y la humildad de sabernos frágiles.
Más aún: hay que sospechar y cuestionarse fidelidades cuando todo está tranquilo, cuando nada pase. La Iglesia es fiel al Maestro cuando es profética, y el signo de ese amor es, precisamente, la persecución.
Hay que perseverar y nunca, jamás -por ningún motivo- resignarse ni bajar los brazos.
Paz y Bien
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