Para el día de hoy (04/07/14)
Evangelio según San Mateo 9, 9-13
La llamada de Cristo al seguimiento, al discipulado es bendición y es milagro, signada por el perfume eterno de la Gracia. No está condicionada por los méritos de quien es llamado, por los merecimientos acumulados, por su posición, su formación o su status social o religioso.
Es una asombrosa invitación a compartir su vida, y por ello el discipulado no es un voluntario. Las primacías son siempre de Dios, es el Señor quien se acerca, quien nos busca sin descanso, quien a pesar de la ristra gravosa de miserias que solemos acarrear insiste con tozudez amorosa de Padre para que nos pongamos en camino, para que abandonemos todo lo que nos ata a las tinieblas.
Más aún: a diferencia de Pedro y los otros -pescadores de oficio todos ellos- Mateo/Leví es un publicano, es decir, un judío reclutado por el opresor romano que ha de recaudar tributos para el César, y que habitualmente extorsiona al pueblo cobrando de más para enriquecerse de modo espúreo, amasando grandes fortunas. Por ser visto como un traidor y por los abusos de explotación que comete, un publicano tiene, para sus paisanos, la misma estatura moral de los criminales y las prostitutas. Es alguien que jamás será bien recibido en ninguna casa de Israel, excepto en la de sus pares.
Con todo y a pesar de todo, Cristo rompe esa tradición establecida. La Gracia desborda cualquier razonabilidad, y destella el insondable amor de Dios que nos busca sin fijarse en el pasado, sino germinando un presente nuevo y pleno, y soñando todo lo que podemos llegar a ser.
El convite al discipulado, a una vida nueva y re-creada desata las alegrías perdidas, y es ocasión de festejo que no debe pasarse jamás por alto. Pero en el caso de Mateo, por los motivos que antes señalábamos, será un banquete acotado a otros hombres similares a él mismo, publicanos, pecadores públicos. Y el Maestro está allí, y también celebra: una vida recuperada vale más que todo el universo.
Sin embargo, un vendaval de críticas se desata, y es que Jesús de Nazareth -efectivamente- se contamina al compartir la mesa con esos hombres. Porque mesa compartida implica ratificación cordial de la existencia, y para esos hombres severos y criticones una comida con publicanos es intolerables, aún cuando ellos conocen bien el mandato de la Ley de Moisés acerca de la hospitalidad.
Es una dolorosa paradoja. Los hombres férreamente religiosos rechazan a Cristo, mientras que los que estaban perdidos y destacaban por sus máculas evidentes, ellos sí lo honran y celebran de veras.
En ese banquete se decide mucho más que un sabroso menú degustado. Allí se resuelve con carácter trascendente la otra hospitalidad, que es recibir en la casa/existencia la presencia del Redentor, y así, descubriéndolo vivo y presente, a nuestro lado, toda la vida se vuelve una acción de Gracias por tanto siendo tan poco, tan pequeños, todo alegría, pura Gracia.
Paz y Bien
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