Para el día de hoy (21/07/14)
Evangelio según San Mateo 12, 38-42
La exigencia de esos fariseos -todos ellos hombres muy religiosos- no responde a un ansia de verdad, a corazones afanosos por encontrar el camino recto de Dios. En realidad, esos hombres, con sus actitudes y requisitorias esconden varias cuestiones.
Por un lado, se autoconsideran la ortodoxia en la interpretación cabal de todo lo relacionado con Dios, y de ese modo, discriminadores taxativos entre lo sagrado y lo que no lo es. En su horizonte de miras muy estrechas, es dable y razonable suponer que sus prejuicios no aceptarán siquiera lo evidente, la bondad practicada por Jesús de Nazareth como signo cierto del amor de Dios.
En realidad, ellos exigen que ese rabbí galileo realice un milagro tal como ellos lo entienden, espectacular, pretendidamente celestial, y será a partir de esa soberbia primordial el motivo fundante que los llevará a dividir aguas, a discriminar, a ejercer violencia en nombre de Dios, una historia tristemente conocida que se repite a través de la historia.
Por otro lado, no confiaban en el Maestro y por ello rechazaban en sus corazones todo lo que Él realizaba, en la razón de que -por no encajar en sus ideas premoldeadas- los hechos de ese Mesías tan extraño eran demasiado humanos. En su mismo modo de dirigirse a Jesús, hay un velado tono de burla y desprecio: es un rabbí galileo sospechoso, un profeta campesino sin formación, y a pesar de la avidez de las gentes por beber sus palabras, no es más que un provocador más: nada de Dios hay en Él.
El hambre de señales divinas esconde el rechazo a lo evidente, y es que el Reino está aquí y ahora y enriquece, santifica y redime la condición humana y toda la creación. Por eso mismo todos los gestos de amor y ternura, de salud y fraternidad realizados por Jesús de Nazareth y los suyos nunca serán suficientes ni santos para miradas así, tan juiciosas, tan crueles, tan angostas.
Así será la asombrosa respuesta de Jesús: a esa generación per-versa -jamás con-versa- sólo se le dará el signo de Jonás y la ballena, es decir, Cristo entregado a las fauces de la muerte, que emergerá victorioso, vivo para siempre desde las mismas sombras que se aparecen como definitivas.
Porque la Resurrección es el signo definitivo del amor de Dios, de que la vida prevalece, y los discípulos de Jesús que permanecen fieles practican en la cotidianeidad una fidelidad a ese signo que es mayor a todo lo que pueda preverse. La vida está allí y aquí mismo, es menester atreverse a darse cuenta, y estamos en verdad escasos de gratitud.
Paz y Bien
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