Hacerse pan para el hermano hambriento














17º Domingo durante el año

Para el día de hoy (29/07/18):  

Evangelio según San Juan 6, 1-15








Una multitud cada vez más creciente seguía a Jesús. Él realizaba milagros por demás asombrosos, sanando enfermos que la religiosidad de la época dejaba abandonados a su suerte y dolor, en la mentalidad de considerar esos penares deseados por Dios a consecuencia de pretéritos pecados. Así, que ese humilde rabbí galileo les trajera esa bendición increíble los movilizaba de a mares.

Dable y razonable es la causa de tanto fervor. Pero los signos del Maestro -los milagros- son gestos de bondad que apuntan a otra realidad amplísima, que supera cualquier estrechez de miras, la trascendencia del amor de Dios que invita a vivir de otra manera renovada y recreada, la pascua de la conversión. Por ello es que Jesús se retira a la montaña, por todo ello pero muy especialmente por los discípulos, que discurren montados a lomos de los mismos fervores sin destino.
La dialéctica de éxito y fracaso es una tentación siempre presente pero, a su vez, es la arena movediza de un mundo que nada tiene que ver con la Gracia, con le Reino de Dios, con vidas que sigan igual, sin modificarse, sin convertirse, sin solidaridad ni justicia.

Las Escrituras nos ofrecen niveles de profundidad, para asomarnos paulatinamente a la inmensidad del misterio de Dios. Por ello cualquier lectura lineal -causa primera de los fundamentalismos- o superficial supone dejar de lado prejuicios o preconceptos, y permitir/nos que los símbolos allí ofrecidos, que son ventanas al infinito, nos vayan iluminando los pasos.

Así, los cinco panes de cebada y los dos pescaditos ofrecidos por el muchacho -humilde comida de pobre-, refleja en silencio el número siete, que para la memoria ancestral judía representa la totalidad, plenitud. Y las doce canastas llenas que sobran reflejan también a las doce tribus de Israel y a los doce apóstoles, espejo primordial de un nuevo comienzo para todos los pueblos.

Los discípulos oscilaban entre los viejos esquemas de gloria y poder y las cosas que el Maestro les enseñaba. Allí, frente a la multitud hambrienta, unos esgrimen la lógica habitual de que todo puede resolverse mediante el dinero, y sin dudas no hay suficiente para una comida para miles. Pero no todo se puede comprar, ni tampoco hay que someterse al dinero como a un ídolo cruel que todo lo decide.
Otros como Andrés, el hermano de Simón Pedro, avizoran que hay otro modo querido por Jesús, pero se quedan en los umbrales; por ello los panes y los pescados compartidos por el niño se le hacen nada, una irrelevancia.

Pero esa ofrenda generosa de algo tan pequeño -un humilde almuerzo- puede ser el comienzo que todo lo transforma. La solidaridad fué, es y será gratamente escandalosa.
Los milagros son una mixtura santa entre la confianza del hombre y el amor de Dios.

Y en ese monte, frente a esa multitud sentada, el milagro es mucho más profundo que los miles que se sacian. El verdadero milagro es que si es el Señor quien alimenta, el hambre retrocede, el hambre desparece y más aún, no habrá más hambre.

Desde el pan compartido, por la acción bondadosa de Cristo, el pan que se comparte y reparte alcanza para todos y se guarda en cantidades siempre generosas para los que todavía no han llegado.

Porque esos panes y esos pescados son señales. Lo que verdaderamente cuenta es hacerse pan para el hermano hambriento, como ese Cristo que es el Pan de vida para todas las existencias.

Paz y Bien

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