Para el día de hoy (03/08/17):
Evangelio según San Mateo 13, 47-53
Algunos de los discípulos de Jesús eran experimentados pescadores de oficio, Pedro y Andrés, Juan y Santiago, quizás Felipe. Y seguramente, entre las multitudes que lo seguían con persistencia también otros tantos podrían encontrarse: la cercanía del mar de Galilea es el indicio y de su importancia, de su gravitación social y económica. El mismo Jesús se vale de ejemplos de aquello que Él también conocía de cerca, y es dable imaginarse los rostros de esos hombres asintiendo en silencio cuando Él tomaba como ejemplos circunstancias que los tocaban a diario.
Ello no es solamente una propedéutica o metodología de enseñanza: es el misterio de la eternidad que se esconde en el acontecer diario, el cómo resignificar de modo trascendente aquello que consideramos rutinario y habitual.
Desde aquel entonces muchos siglos han pasado, muchos cambios geológicos y climáticos han dejado su huella, mucha polución ha saturado la zona. Pero en el siglo I, esas aguas bullían de una fauna ictícola multiforme, muy variada, y esos hombres entendían perfectamente lo que el Maestro les planteaba.
No era una acción deportiva o lúdica de caña y anzuelo, sino del esfuerzo común que robustecía la tarea: ellos debían barrenar esas aguas a la mayor profundidad posible, y recogiendo en sus redes todos los peces posibles.
Sólo al finalizar la pesca, se discriminaría entre pescados comestibles o nó, entre pescados útiles e inútiles, entre pescados buenos y malos. Más aún, unos cuantos se arrojarán de nuevo a las aguas pues serán demasiado pequeños, y es mejor que crezcan a nado. Otro tiempo de pesca será el adecuado.
Las redes que el Maestro nos invita a portar, como símbolo magnífico del Reino, son redes católicas.
Quizás el título que encabeza estas pobres líneas induzca a engaño, tenga una trampa menor: sin embargo, las redes de Cristo son católicas, no tanto por pertenencia eclesiástica, sino por su universalidad que no discrimina entre peces buenos y malos. Todos son objetos -mejor dicho, sujetos- del infinito y escandaloso amor de Dios.
Ningún pez, por pequeño e insignificante o por grande y fiero ha de quedar fuera de esas redes.
Hay un detalle tan obvio que con toda probabilidad se nos escurra de la reflexión: los peces en las redes son tales pues están con vida.
Sólo finalizada la pesca, sólo fuera de su ambiente se convierten en pescados, es decir, en peces muertos.
Las redes son redes de vida, y aunque cueste su comprensión y su encarnación cotidiana, nuestro destino y vocación es la de pescadores de hombres, servidores de todos, de buenos y malos, todos hijos del mismo Dios de la vida.
Sólo a Él le corresponde el juicio, no a nosotros. A nosotros la justicia del Reino, que es la misericordia.
Paz y Bien
Ello no es solamente una propedéutica o metodología de enseñanza: es el misterio de la eternidad que se esconde en el acontecer diario, el cómo resignificar de modo trascendente aquello que consideramos rutinario y habitual.
Desde aquel entonces muchos siglos han pasado, muchos cambios geológicos y climáticos han dejado su huella, mucha polución ha saturado la zona. Pero en el siglo I, esas aguas bullían de una fauna ictícola multiforme, muy variada, y esos hombres entendían perfectamente lo que el Maestro les planteaba.
No era una acción deportiva o lúdica de caña y anzuelo, sino del esfuerzo común que robustecía la tarea: ellos debían barrenar esas aguas a la mayor profundidad posible, y recogiendo en sus redes todos los peces posibles.
Sólo al finalizar la pesca, se discriminaría entre pescados comestibles o nó, entre pescados útiles e inútiles, entre pescados buenos y malos. Más aún, unos cuantos se arrojarán de nuevo a las aguas pues serán demasiado pequeños, y es mejor que crezcan a nado. Otro tiempo de pesca será el adecuado.
Las redes que el Maestro nos invita a portar, como símbolo magnífico del Reino, son redes católicas.
Quizás el título que encabeza estas pobres líneas induzca a engaño, tenga una trampa menor: sin embargo, las redes de Cristo son católicas, no tanto por pertenencia eclesiástica, sino por su universalidad que no discrimina entre peces buenos y malos. Todos son objetos -mejor dicho, sujetos- del infinito y escandaloso amor de Dios.
Ningún pez, por pequeño e insignificante o por grande y fiero ha de quedar fuera de esas redes.
Hay un detalle tan obvio que con toda probabilidad se nos escurra de la reflexión: los peces en las redes son tales pues están con vida.
Sólo finalizada la pesca, sólo fuera de su ambiente se convierten en pescados, es decir, en peces muertos.
Las redes son redes de vida, y aunque cueste su comprensión y su encarnación cotidiana, nuestro destino y vocación es la de pescadores de hombres, servidores de todos, de buenos y malos, todos hijos del mismo Dios de la vida.
Sólo a Él le corresponde el juicio, no a nosotros. A nosotros la justicia del Reino, que es la misericordia.
Paz y Bien
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