San Lorenzo, diácono y martir
Para el día de hoy (10/08/17):
Evangelio según San Juan 12, 24-26
Una amplia idea instalada y sostenida en los tiempos de la predicación de Jesús de Nazareth era la de un Mesías glorioso y revestido de poder que imponía la victoria de Israel mediante la derrota militar de sus enemigos, pura fuerza esgrimida y detentada. Si bien esto era reivindicado por la ortodoxia religiosa -escribas y fariseos- era ampliamente compartido por mucha gente, especialmente por los discípulos del Maestro.
Por ello, frente a los anuncios de la Pasión, de la muerte en la cruz como un criminal abyecto y marginal, como un epítome de todas las derrotas, sus discípulos se hunden en el estupor, y los fariseos se escandalizan. En sus estrechos esquemas es inaceptable que la muerte sea algo más que eso mismo, un final, y en este caso un final ignominioso.
Pero Cristo revela el rostro afable de un Dios que es Padre, de un Dios que es amor. Y amor es mucho más que un sentimiento, es ante todo la donación incondicional de sí mismo, de la propia existencia en favor de los demás. Dar la vida para dar vida.
Aún así, es menester que ellos entiendan, y la paciencia del Maestro no tiene límites ni cercenada su tenacidad.
Se vale para ello de una sencilla parábola que se origina en la experiencia campesina, en la semilla.
Semilla que como grano de trigo cae en tierra, y se esconde entre los pliegues fértiles del humus, abrazo cerrado de la tierra. Allí, en silencio se humedece y los procesos biológicos la pudren y deshacen.
Podríamos quedarnos con eso, claro está. Pero nos quedaríamos con la pérdida, la disolución, la degradación.
Sin embargo, hay más. Siempre hay más, hay que animarse a tener una mirada profunda.
A su tiempo, esa semilla que se deshizo se transforma, pequeñísimo brote oculto que asomará humilde por entre el surco marcado, tallo cimbreante, espiga dorada, pan de bondades.
En un pequeño grano de trigo acontece la plenitud, pues cumple en su totalidad un destino que lo sobrepasa y que está más allá de los escasos márgenes de sí mismo, arribando al pan bendito.
La Encarnación es la imagen primera de ese grano de trigo, la vida que se esconde en la fecunda profundidad de María de Nazareth, Dios que se encarna desde lo pequeño, de lo humilde, de lo que no cuenta.
El Hijo, que tiene los mismos ojos de la Madre, abre caminos ofrendando su propia vida como rescate de muchos.
Porque la vida, don de Dios, tiene una fuerza escondida en lo pequeño, en la ofrenda generosa, en la entrega incondicional para que un hermano -y un hermano pobre- viva pleno, dé un paso adelante, germine hacia la Salvación.
Paz y Bien
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