San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Para el día de hoy (28/08/17)
Evangelio según San Mateo 23, 13-22
Los ayes -mucho más que una crítica declamada- que Jesús de Nazareth expresa acerca de la dirigencia religiosa de su tiempo, escribas y fariseos, es durísima. Más aún, porque el Maestro entendía que no hay verdades a medias, que todo debe decirse con voz clara y sin ambages; pero a su vez, los ayes lo ponen bajo un grave riesgo, pues no es una idea volcada en un ambiente amistoso, sino en el propio rostro estupefacto de esos fariseos y esos escribas. Y como es usual, los poderosos suelen reaccionar con violencia a lo que intuyen una amenaza al poder que detentan.
Sin embargo, la raíz del problema no ha de acotarse a un tiempo histórico determinado -la religión judía en el siglo I de nuestra era- sino que en su tenor veraz se extiende interpelando a todos las autoridades religiosas de todos los tiempos.
Un término sobresale en sus palabras, que son crítica y son también expresión de dolor por esos hombres extraviados que a su vez son causa de tropiezo para muchos: hipocresía, que literalmente significa responder o discurrir con máscaras. Es decir, que bajo una pátina determinada se esconde u oculta otra de signo muy distinto, hasta contrapuesto.
Esas máscaras son máscaras religiosas; son las que prefieren la absolutización de conductas piadosas codificadas prescindiendo del Dios que las inspira. Y el Dios de Jesús de Nazareth es un Dios de amor y perdón.
Pero estos hombres propalan la falsa imagen -en cierto modo, una idolatría- de un dios severo, punitivo, juez y verdugo, que premia a unos pocos y excluye a una gran mayoría. Un dios así aniquila cualquier atisbo de fraternidad, de Reino, de comunidad.
Ellos también se afanan por incrementar el número de súbditos a los que regir, desbordes cuantitativos sin vínculos filiales, sin un Dios que congregue, sin prójimo, sin misericordia. Y de allí que se esfuercen en la casuística cruel del ritual sin corazón, de una pseudo fé templo adentro, de una religiosidad sin conversión, hambrientos de poder, de dinero y bienes, de juramentos vanos, dejando tras de sí una estela densa de corazones sometidos sin esperanza.
Una fé sin el amor y sin la misericordia de Aquél que nos busca con denuedo y sin descanso, no es una fé: es un cúmulo de prácticas religiosas inmanentes en las que la Salvación es otro bien a adquirir y no don, no misterio, no precio terrible pagado para siempre con la sangre de Aquél que nos amó al extremo de ofrecer a su propio Hijo en lugar de cada uno de nosotros.
Paz y Bien
Sin embargo, la raíz del problema no ha de acotarse a un tiempo histórico determinado -la religión judía en el siglo I de nuestra era- sino que en su tenor veraz se extiende interpelando a todos las autoridades religiosas de todos los tiempos.
Un término sobresale en sus palabras, que son crítica y son también expresión de dolor por esos hombres extraviados que a su vez son causa de tropiezo para muchos: hipocresía, que literalmente significa responder o discurrir con máscaras. Es decir, que bajo una pátina determinada se esconde u oculta otra de signo muy distinto, hasta contrapuesto.
Esas máscaras son máscaras religiosas; son las que prefieren la absolutización de conductas piadosas codificadas prescindiendo del Dios que las inspira. Y el Dios de Jesús de Nazareth es un Dios de amor y perdón.
Pero estos hombres propalan la falsa imagen -en cierto modo, una idolatría- de un dios severo, punitivo, juez y verdugo, que premia a unos pocos y excluye a una gran mayoría. Un dios así aniquila cualquier atisbo de fraternidad, de Reino, de comunidad.
Ellos también se afanan por incrementar el número de súbditos a los que regir, desbordes cuantitativos sin vínculos filiales, sin un Dios que congregue, sin prójimo, sin misericordia. Y de allí que se esfuercen en la casuística cruel del ritual sin corazón, de una pseudo fé templo adentro, de una religiosidad sin conversión, hambrientos de poder, de dinero y bienes, de juramentos vanos, dejando tras de sí una estela densa de corazones sometidos sin esperanza.
Una fé sin el amor y sin la misericordia de Aquél que nos busca con denuedo y sin descanso, no es una fé: es un cúmulo de prácticas religiosas inmanentes en las que la Salvación es otro bien a adquirir y no don, no misterio, no precio terrible pagado para siempre con la sangre de Aquél que nos amó al extremo de ofrecer a su propio Hijo en lugar de cada uno de nosotros.
Paz y Bien
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