Para el día de hoy (10/06/17):
Evangelio según San Marcos 12, 38-44
El Templo era enorme, imponente. Además del santuario y del recinto propio del culto, constaba de amplísimos patios rigurosamente compartimentados: Patio de los Sacerdotes, Patio de los Gentiles, Patio de Israel, Patio de las mujeres.
En la llamada sala del Tesoro había ubicadas alcancías o gazofilacios, una suerte de gran trompeta de bronce invertida con la boca hacia arriba en donde se arrojaban las monedas de los tributos, que se destinaban al sostenimiento del culto, a la manutención de los sacerdotes y, una fracción, a la limosna para los más pobres, cierta clase de seguridad social de carácter religioso.
Obviamente, al arrojar monedas por tales artefactos se producía un eco sonoro hasta que las mismas se depositaran en las arcas del tesoro. A mayor cantidad de monedas, mayor el ruido.
Los más ricos, buscando quizás aunar su fama a su riqueza, arrojan grandes sumas: el tintineo de las monedas cayendo produce una melodía que hace que muchos se den la vuelta para mirarles. Son los mismos que se aferran a la pura exterioridad de bonanza y prestigio, más en realidad no hay en su horizonte otra preocupación que ellos mismos. Así, justificarán cualquier medio o cualquier acción para mantener y ampliar status y prebendas.
Pero el Maestro no es como los demás. Él sabe mirar y ver, aún por entre el humo del incienso, aún por entre el ruido, aún por entre la abigarrada multitud que vá y viene.
Sólo Él la vé. Se trata de una mujer mínima, pues es viuda; en aquel tiempo las mujeres sólo eran tenidas en cuenta a la hora de procrear y de criar a los hijos, y sus derechos eran concesiones del varón, primero de su padre, luego de su esposo. Cuando ellos faltan, o inclusive cuando no hay un hijo varón que la proteja, una mujer como la que nos presenta la lectura del día de hoy, se encuentra completamente indefensa y sumida en la pobreza, dependiente de eventuales limosnas de ese sistema de protección mencionado en párrafos anteriores.
A pesar de todo ello, la mujer se encamina a la alcancía y deposita dos leptas, dos moneditas de cobre, el equivalente al almuerzo de un pobre. Detrás de esas monedas vá la posibilidad de alimentarse siquiera un día más.
Sin embargo, para el Maestro ella ha dado más que todos los ricos. Se ha dado a sí misma.
Para cualquier mirada su pobreza y su miseria son evidentes. Para Jesús, ese humilde gesto de generosidad evidencia su infinita riqueza.
Ella es anawin del Señor, pobre de toda pobreza material porque sólo Dios le basta, rica porque es pródiga en darse a sí misma, signo cierto de ese amor que es su Dios.
Felices los pobres de Espíritu, dice el Maestro, porque de ellos es el Reino.
No se trata de una vana reivindicación de la miseria, de un pobrismo ideologizado, sino de afirmarnos en lo que verdaderamente cuenta, abandonarse a la bondadosa providencia de Dios sirviendo a los hermanos.
Paz y Bien
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