Para el día de hoy (08/06/17):
Evangelio según San Marcos 12, 28-34
En los tiempos de la predicación de Jesús de Nazareth, los escribas tenían una relevancia mayor: eran un grupo específico de hombres eruditos, estudiosos de la Torah y de las tradiciones. Sus amplísimos conocimientos le valían el respeto del pueblo -que los llamaba rabbíes, maestros- pues eran doctores de la Ley, y como doctos, enseñaban sistemáticamente a la misma, así como dictaminaban en planos judiciales y teológicos la adecuación de toda la vida judía a la Ley de Moisés. En síntesis, eran los exégetas oficiales de quienes emanaba la interpretación ortodoxa de las Escrituras.
Probablemente, el nombre de escribas se forme varios siglos antes en la historia de Israel, pues en los orígenes eran los copistas autorizados de los libros sagrados, cuyo conocimiento era enciclopédico.
Uno de los temas principales de su reflexión era la cuestión de los preceptos o mandamientos, y es más que razonable que ello sucediese: la Ley enumeraba un total de 613 prescripciones, 248 de carácter positivo y 365 de carácter negativo. Simbólicamente refiere a 248 por todos los huesos del cuerpo y 365 por todos los días del año, es decir, la totalidad de la existencia englobada y regida por la ley, el cuerpo y el alma.
Ahora bien, la razonabilidad de sus inquietudes se hallaba en determinar de entre esos 613 preceptos cuál era el más importante, quizás en la búsqueda de un principio unificante que les confiriera un sentido piramidal y jerárquico.
En las grandes escuelas rabínicas esto no era desconocido: por el contrario, todos sabían la preeminencia de amar a Dios sobre todas las cosas, pero también respetaban la llamada regla de oro, no hacer al otro lo que no desees que te hagan a tí. La fé en su Dios implicaba compromisos con el semejante, el amor al prójimo.
El problema divergía hacia dos vertientes: por un lado, el amor al prójimo como cumplimiento de las exigencias cultuales -limosna, perdón-. Por el otro, el prójimo como el paisano, el otro hijo de Israel, nó el extraño, el extranjero, el gentil.
Curiosamente, el escriba que interpela al Maestro lo hace con una sinceridad demoledora, con una honestidad difícil de encontrar. Pertenece al mismo grupo que busca enconadamente pruebas de blasfemia para esgrimir en un eventual juicio contra Jesús.
A veces, de los lugares y de las personas que menos esperamos, es de donde surge ese ansia de verdad y libertad que son tan auténticamente propios de la Buena Noticia.
El Maestro unifica esos dos criterios -amar a Dios y amar al prójimo- en un sólo mandamiento. El culto verdadero jamás ha de estar desencarnado, nunca podrá desentenderse de la necesidad del hermano. Más aún, el culto primordial es la compasión, es la misericordia que se celebra en el templo santo y vivo que es el hermano.
Desde allí, la cruz no es símbolo de muerte ni instrumento de ejecución. La cruz es símbolo del lenguaje universal de un Dios que se acerca a la humanidad, que sale en su búsqueda incondicional, en su rescate generoso, Dios de amor. La cruz tiene dos maderos inseparables, uno que apunta a los cielos y el otro que se extiende horizontal a los hermanos, porque en el rostro del hermano resplandece el rostro del Creador.
Ese escriba honesto no está lejos del Reino. Aún debe encontrar al Mesías y a su vez, descubrir en cada persona -judío o gentil, amigo o enemigo- al prójimo que debe edificar en su corazón.
Paz y Bien
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