Bartimeo y los que no se callan



Para el día de hoy (28/05/15):  

Evangelio según San Marcos 10, 46-52




Jericó no se encuentra demasiado lejos de Jerusalem, a tan sólo 30 km, y aún en el siglo I, esa distancia la convierte en casi un suburbio jerosolimitano.
Ese estar a las puertas de la Ciudad Santa también tiene su aspecto simbólico, y es que nos ubicamos espiritualmente a las puertas de la Pasión. Aquí, usualmente correspondería decir que la suerte está echada; sin embargo, hay mucho más -siempre hay más- pues la Pasión de Cristo es, ante todo y por sobre todo, fruto primordial de la decisión de Cristo de ofrendar su vida en rescate por toda la humanidad, y esta decisión es de carácter absoluto, libérrimo, pura obediencia y amor a su Padre. Es Cristo quien decide y no hay nada de azaroso, ni tampoco será determinante la acción de sus enemigos. Sólo Él y ante todo Él.

Sutilmente, el Evangelista Marcos nos acerca un nombre, Bartimeo. En todo su Evangelio sólo dos nombres son especialmente recordados como personas receptoras de milagros, del paso del amor de Dios por sus vidas: ellos son Jairo y, precisamente, Bartimeo.
El nombre es extraño, pues combina el patronímico arameo con un nombre helénico, que tal vez signifique hijo de Timeo, o sea, hijo del honor o hijo honorable. La contraposición es evidente: el nombre contradice la situación actual de Bartimeo, encerrado en un mundo de sombras que se acota al manto en donde se ubica a la vera de la ruta, dependiendo de las limosnas de otros para apenas sobrevivir. A la vez, porta el sambenito cruel de que su enfermedad se produce a causa de pretéritos pecados propios o de los padres, por lo que su ceguera lo transforma en un impuro ritual.

Su discurrir a la vera de la ruta es una existencia a la vera de la vida misma, un sobrevivir apenas que se agrava por la actitud de los demás. La gente que vá y viene se ha acostumbrado a esa presencia espectral, como solemos acostumbrarnos al dolor ajeno, acomodando psiquis y morigerando ciertas culpas que nada cambian, que todo dejan igual, sin brindar una siquiera una mano solidaria.

Al paso del Cristo caminante, se despiertan las esperanzas adormecidas. La escena es entrañable: Bartimeo clama el auxilio y la misericordia de Jesús mientras es tratado de silenciar por aquellos que lo tienen como predestinado a su situación, y en la medida en que aumenta la intención reprensiva, aumenta en intensidad el clamor de Bartimeo. Hay voces que no pueden ni deben callarse, nunca.
Su ceguera es física, pero comparte con los que pretenden acallarlo otra ceguera de índole espiritual, y es no reconocer en Jesús de Nazareth al Salvador, Aquél que sólo por su Gracia puede conferir un real sentido a su existencia.

Cuando Cristo convoca, es difícil permanecer indiferente a eso que llamamos vocación, de quien es camino, es verdad y es vida.
El abandono del manto es dejar atrás ciertas seguridades menores para sumergirse en el mar sin orillas del Evangelio, navegando con confianza en la barca de la fé.

Por eso Bartimeo recupera la luz en sus ojos y en su alma, por eso Bartimeo lo sigue por el camino con una vida nueva, la de discípulo, la de quien ha sido restablecido en su humanidad como hombre libre y pleno.

A nosotros, peregrinos de esta vida, nos queda también suplicar el poder volver a mirar y ver. Y bajo ningún punto de vista, acallar las voces de los que sufren.

Paz y Bien


1 comentarios:

pensamiento dijo...

El abandono es un camino de fe. La fe ha de ser la única luz del camino.

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