Tiempo noble, año infinito de Gracia y misericordia














Para el día de hoy (10/01/19) 

Evangelio según San Lucas 4, 14-22a










En las tradiciones de la nación judía, el año sabático tenía una importancia doble, agrícola-económica y espiritual a la vez. Implicaba que la tierra podía trajinarse en cultivo durante seis años continuos, pero el séptimo debía dejarse en barbecho, en descanso para permitirle que se rehaga, que se restablezca su humus, su fertilidad y así retomar, al año siguiente, su capacidad de brindar buenas cosechas. Para una tierra dura como la Palestina -tan distinta a Egipto, abonada constantemente por los limos del Nilo- es una cuestión muy importante, que tiene una influencia directa con el sustento. Pero también esta institución campesina devino en una tradición espiritual, la del Shabbat, siendo un cariz primordial santificar un día de cada siete para ofrecerlo a Dios, para el descanso frutal, para restablecerse, para reencontrarse y poder proseguir.

Con el correr de los siglos, se instituyó el año jubilar o año del jubileo; el término, en español, nos trae reminiscencias fonéticas relativas al júbilo, a la alegría. Pero muy probablemente, su raíz etimológica provenga de yobel, que significa trompeta o, mejor aún, toque de trompeta, en referencia al sonido de un cuerno que anunciaba al pueblo el comienzo de ese año jubilar.
Un año jubilar era el que se celebraba tras siete años sabáticos consecutivos, es decir, cada cincuenta años. En ese año santo, recobrarían la libertad todos aquellos que habían caído en la esclavitud a causa de múltiples deudas. También, se restituirían las tierras a sus dueños originales, quienes por diversos motivos se hubieran visto obligados a venderlas, y ello implicaba un retorno a la equidad, los bienes de Dios en igualdad para todos, y un detalle que no es menor: como las tierras eran de propiedad familiar, de clan, tribal, significaba que cada niño que naciera luego de ese año santo no pasaría hambre ni miseria, pues habría tierra para cosechas. Y por supuesto, también en ese año jubilar la tierra debía descansar.

Ese sábado, en la sinagoga de su pueblo natal, Jesús de Nazareth asume en su propia persona las profecías antiguas de redención, de liberación, de justicia. Porque la Salvación tiene el perfume primordial del aquí y el hoy, y revela el rostro de un Dios que se involucra amorosamente en la historia, un Dios que se desvive por el bien de sus hijas e hijos.

No se trata ya del sonido de una trompeta como iniciador de un tiempo agradable. Jesús de Nazareth inaugura un año jubilar que comienza con su anuncio, con Él mismo, pero que no tiene fin. La Buena Noticia es esperanza para los cautivos, para los ciegos, para los pobres, para los que no pueden más, y muy especialmente para todos los hambrientos de justicia, Año de Gracia y Misericordia que es la misión eterna de una Iglesia que anuncia a todos los pueblos que un nuevo tiempo ha comenzado con este Cristo que vive en nosotros.

Paz y Bien

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