Luz de misericordia



Para el día de hoy (28/01/16): 

Evangelio según San Marcos 4, 21-25




En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth para la gran mayoría del pueblo las viviendas familiares constaban de un sólo ambiente amplio que hacía las veces de comedor, cocina y dormitorio; la vida nocturna era muy acotada y en las familias más pobres prácticamente inexistente por la falta de luz natural.
Los que podían, y dado que vivían en un tipo de monoambiente, utilizaban una lámpara de barro cuyo combustible era el aceite. Este aceite era caro, por lo cual las familias poseían una o a lo sumo dos lámparas que se colocaban en lo alto de la habitación, para que la luz llegue a todo el ambiente y nadie quede a oscuras: a nadie se le hubiera ocurrido poner la lámpara bajo un cajón o debajo de la cama.
La opción de las velas estaba vedada: eran carísimas, y por lo general se utilizaban para los rituales religiosos o, eventualmente, en los palacios de los poderosos.

Los que escuchaban al Maestro no se mareaban con abstracciones inaccesibles ni con casuística teológica incomprensible para el hombre o la mujer común. Ellos comprendían que Jesús de Nazareth se estaba refiriendo a algo muy valioso e importante, pues lo vivían a diario.

Lo novedoso, lo asombroso de su enseñanza es que esa luz que no debe ocultarse señala sin ambages que ya no habrá arcanos ni formulismos esotéricos para los hijos de Dios. 
Su Dios, su Padre, ha salido definitivamente al encuentro de las gentes asumiendo su humanidad en Cristo, un Dios asombrosamente cercano, un amigo, un vecino, un pariente, un hijo queridísimo. Nada ha de ocultarse, nada ha de permanecer escondido pues el mismo Dios se muestra y ofrece generosamente tal como es, amor infinito e incondicional.

La luz que ha de alumbrar a todos los pueblos es la luz de la misericordia, y es la lámpara que por ningún motivo hemos de ocultar, luz que no es exclusiva de nadie ni a nadie excluye.
Con el mundo como una gran casa común a la que cuidar y en la que todos convivimos, hemos de llevar como bandera y blasón cordial esa luz del Evangelio, que no nos pertenece pero que se nos ha confiado.

La calidad de esa lámpara se medirá por lo que se ofrece sin reservas ni acepciones, en la tranquila alegría de sabernos ricos porque hemos compartido lo más valioso que tenemos, el amor de Dios.

Paz y Bien

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