Aprender de Cristo




Para el día de hoy (10/12/14) 

Evangelio según San Mateo 11, 28-30




Desde hace cientos de años se conoce el uso del yugo, aún con los avances tecnológicos en el campo de la agroganadería. Se lo utiliza desde tiempo inmemorial para uncir los bueyes en tanto que bestias de carga: como animales de gran fuerza, se aprovechaba su potencia manteniéndolos férreamente juntos, obedientes a los tironeos de las riendas, tanto para el transporte como para el arado. Ello se lograba mecánicamente, mediante el gran peso de ese yugo que doblegaba la cerviz de los bueyes, impidiendo que siguieran otra huella que la indicada.

Pero también, los oyentes del Maestro comprendían el significado simbólico del yugo: sus vidas en la Palestina del siglo I estaban doblegadas por múltiples yugos, todos gravosos, todos agobiantes. El yugo de una vida de trabajo de sol a sol para apenas sobrevivir al borde de la miseria. El yugo de los tributos intolerables que habían de pagar a los tiranos de turno. El yugo de la humillación permanente a los que estaban sometidos por un imperio que los ninguneaba y los tenía por poca cosa, imbéciles fáciles de atropellar. El yugo religioso que les imponían hombres severos, una multiplicidad de preceptos imposibles de cumplir -la norma por la norma misma-, una fé que incluía a unos pocos y excluía a la gran mayoría en talante de castigo, consecuencia directa de un Dios al que se suponía vengador y rencoroso, ávido a la hora de las penas.

Los yugos persisten con su carga inhumana, doblegando existencia y corazones, y con el correr de los siglos hubo esmero en el perfeccionamiento de su eficacia.

Por todo ello, las palabras del Maestro suenan a música nueva, distinta, un desafío fraterno, una batalla justiciera sin lastimados, pues no viene a suplantar normas o estructuras, aún cuando éstas pudieran ser mejores que las anteriores.
La novedad, la grande y buena novedad está en Alguien, no en algo. La liberación de todas las cadenas, el alivio y el descanso de toda opresión se encuentra en Jesús de Nazareth, viviendo como Él vivía, amando como Él amaba.

Hemos de desaprender tantas cosas... Es menester volver a aprender de Cristo, de su corazón sagrado, de sus entrañas de misericordia, que desde la mansedumbre y la humildad todo cambia y todo comienza, pues así el Dios del universo se afinca en las almas, vida infinita en expansión.

Manso y humilde como un Niño, frágil como todos y cada uno de nosotros, hermano y Señor eterno.

Paz y Bien 

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