Presentación del Señor: Dios que acunamos en nuestros brazos















La Presentación del Señor

Para el día de hoy (02/02/20)  

Evangelio según San Lucas 2, 22-40







Hay veces en que es útil aproximarse a los relatos de los Evangelios no sólo desde la fé, sino también como si estuviéramos allí, espectadores presenciales de los hechos que acontecen.

Nos encontramos en el Templo de Jerusalem: es enorme y majestuoso, revestido de lujosas piedras, oro y lámparas votivas encendidas permanentemente. Hay mucho humo, producto de la grasa animal que se quema en los holocaustos ofrecidos por los sacerdotes en el altar, a lo que se añaden los vapores del incienso que sacraliza el ambiente. Un río caudaloso y constante de gentes que peregrinan completa la escena.

Perdidos entre el gentío y la enormidad de los recintos del Templo, una joven pareja llega a cumplir con ciertos preceptos de la fé de Israel. Llevan a un bebé muy pequeño en brazos. Son galileos a los que el acento los delata, y eso los hace aún más ínfimos entre la multitud, son campesinos pobres de una periferia menor e irrelevante. La verdad es que son prácticamente invisibles.

Aún galileos, aún humildes, son fieles hijos de su pueblo y sus tradiciones. Judíos hasta los huesos, se llegan al Templo en el momento exacto de la Ley de Moisés para dos rituales: la purificación de la parturienta y el rescate del primogénito. La ofrenda a pagar es la de los pobres -no tienen más-.

Gente extraña.

La más pura acude a purificarse del parto.
Aquél que viene a rescatar a la humanidad de todas sus opresiones es rescatado por su enorme padre carpintero José de Nazareth.

Así Dios se acerca a nuestras existencias, humilde, pobre y débil, y es menester tener una mirada de fé para advertirlo pues está allí. Sólo debemos volvernos capaces de verle.

Tiempo extraño.
Es una familia reciente de tres, pero que ya comienza a ampliarse por lazos mucho más profundos y perdurables que los de la sangre. Ese joven matrimonio advierte que su bebé tiene dos abuelos magníficos que lo esperan sin desmayos, todo el tiempo que haga falta.
Allí hay un símbolo escondido, pues para el derecho judío eran necesarios dos testigos que refrendaran la veracidad de un testimonio. Y allí están los dos testigos fieles, pues allí está la verdad.

Se trata de dos ancianos. Lo usual es clasificarlos como candidatos inminentes a la muerte, y sin embargo ellos están más vivos que todas esas gentes que miran sin ver y que no se detienen. Son dos almas indómitas que no se resignan, y que se sostienen a través de los años por la fé, por la esperanza, por la oración.

El abuelo Simeón siente que su alma reposa en ese bebé que se adormece en sus brazos viejos y jóvenes a la vez, porque ese niño es el arribo feliz del viaje de sus esperanzas nunca derribadas ni truncas.
La abuela Ana es una abuela orgullosa que cuenta a todos los que se atrevan a escucharle que es el tiempo exacto, el tiempo propicio de la Redención. En ese nieto de su corazón, que es de sus padres y de todos los que lo acepten, está el rescate tan esperado.

No hay que aflojarle a la esperanza. No podemos dejar de escuchar con atención a nuestros viejos, a nuestros abuelos. Su vida con nosotros es un tiempo agraciado, un regalo invaluable, y su fé es una música perfecta que nos acuna todas las angustias.

Allí en el Templo de Jerusalem se nos revela a un Dios que es familia, un Padre que nos ama, una Madre que nos cuida, un Hijo que nos salva y que se hace, merced a un amor insondable -misterio tan grande que no se puede contener en palabras- hermano, Maestro, Señor, hijo querido, Dios que acunamos en nuestros brazos.

Paz y Bien

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