El amor de Dios no se esconde en abstracciones sino en gestos concretos de ternura y justicia
















Para el día de hoy (18/11/19): 

Evangelio según San Lucas 18, 35-43






San Lucas nos sitúa en los alrededores de Jericó, y esa localización implica una ubicación específica pero más aún una geografía teológica, es decir una localización espiritual.

Jericó es una ciudad antiquísima -de las más antiguas de Palestina- y se encuentra a escasos kilómetros, unos treinta, de Jerusalem. Es decir, Jericó es prácticamente un suburbio, umbral y antesala de la Ciudad Santa y a su vez umbral y antesala de la Pasión y Resurrección del Señor, y de allí su relevancia.

Además, en Jericó se alojan los sacerdotes y levitas del Templo, y allí hay un contraste demoledor entre esos expertos servidores del culto y el ciego que languidece a la vera del camino, ignorado y acallado por los paseantes. Tal vez es el signo de una religiosidad que se seca en su infertilidad, que se ha quedado sin corazón pues es incapaz de la compasión del samaritano de la parábola, que cree que a Dios se lo ubica y acordona en un lugar concreto -el Templo-, paganismo e idolatría de otro signo pues ningún lugar es santo ni a Dios se le puede encerrar en ningún lugar: la santidad la concede la Presencia del Santo entre los Santos, y a Dios se le encuentra en todas partes, comenzando por Jesús de Nazareth y siguiendo por los ojos del hermano.

Hay un desplazamiento sin retorno del Templo estático de piedra y ornamentos a la persona de Cristo, que asumirá en su cuerpo los males del mundo, que se brindará como pan de Salvación, y que por ello hará de la compasión el culto primero y veraz. Es la Pascua definitiva que se esboza en ese camino, a las puertas de Jericó.

La ceguera no es infrecuente en la Palestina del siglo I: las tormentas de arena y el sol bravo que se refleja en el suelo rocoso lesiona las córneas de muchos, pero además, el criterio imperante es que toda enfermedad es causada por un Dios vengador y punitivo que castiga con dolencias los pecados propios o de los padres. Así entonces un ciego no puede valerse por sí mismo, no puede ganar el sustento de los suyos y además es un impuro ritual absoluto al que hay que evitar.
Por ello, cuando se entera que por allí pasa Jesús de Nazareth clama por piedad, por misericordia a partir de lo que sabe y conoce: el Mesías de Israel -notificaban los antiguos profetas- restituiría la vista a los ciegos, y así ese hombre suplica y llama al Hijo de David.
Al Maestro mucho no le gustaba ese rótulo, pues encerraba conceptos erróneos de un mesianismo terrenal, referido a las aspiraciones nacionalistas y de poder político de su pueblo. Su Reino no es de este mundo. Pero aún así, aunque no haya demasiadas precisiones o inexactitudes nominales, lo que cuenta es la fé, la confianza que se profesa.

Los gritos que se elevan por sobre las voces que pretenden acallarle son maravillosos. Se trata de la fé que se empecina en Aquél en quien confía, la fé que no se resigna, la fé que sabe que todo se resuelve en el encuentro con Aqué que salva y sana.

El contraste surge nuevamente, como un contrapunto doloroso. Los apóstoles caminaron por tres años con el Maestro pero no querían aceptar la evidencia del plan de Salvación, ni el verdadero rostro mesiánico del Señor. Ese hombre descartado al costado de la vida sabe y cree más en Cristo que ellos mismos y por ello, restituída su mirada, su vista límpida, se erguirá como hombre pleno de gratitud, alabando a Dios y seguirá los pasos del Maestro, imagen exacta y fiel del discípulo.

Porque se trata de una Pascua que es paso salvador de Dios por la existencia, paso redentor de las miserias a la misericordia que libera y restaura, el amor de Dios que no se esconde en abstracciones sino en gestos concretos de ternura y justicia.

Paz y Bien

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