La mirada de Simeón



Para el día de hoy (29/12/15) 

Evangelio según San Lucas 2, 22-35



El Evangelista Lucas nos presenta nuevamente a la Sagrada Familia, nombre que nosotros utilizamos desde la fé y la devoción. Sin embargo, para una mirada casual, se trata de una joven pareja con un niño pequeño en brazos que se dirigen al Templo de Jerusalem a cumplir con sus obligaciones religiosas. Son muy pobres -sus vestimentas así lo indican- y son provincianos de la Galilea de la periferia -el acento los delata-.
Pero con todo y a pesar de todo son judíos hasta los huesos, y además de los preceptos obligatorios, hacen partícipe a su bebé de las tradiciones de su pueblo.

Han de cumplir con rituales rígidos. Respecto de la madre reciente, debe ofrecer un sacrificio en las cercanías del Patio de las Mujeres como purificación de la parturienta. Respecto del niño, han de consagrarlo para el servicio del Templo y, a su vez, pagar un tributo o rescate, pues todos los primogénitos de Israel pertenecen a Dios, y esto tendrá mayor sentido luego de la predicación de ese Cristo que está en brazos de su Madre: todos los niños son sagrados.

Extraño tiempo acontece: la más pura acude mansamente a purificarse, el Redentor del mundo paga una ofrenda de pobre como rescate de sí mismo.

Todo ello no obsta para que sigan siendo una familia de gente pobre, invisible, circunstancial.

A ese Templo acudían durante todo el año -y mucho más durante las fiestas de guardar- miles de personas de toda Judea y de  la Diáspora. El Templo es el centro de la vida religiosa y núcleo de la identidad nacional, y es como un faro sagrado que irradia sentido a todo Israel; pero por sobre todo, el Templo es el sitio por excelencia en donde su Dios habita y en donde se manifiesta.
A las multitudes que van y vienen, hay que añadirle los sacrificios que ofrecen los sacerdotes y los diversos rituales: el humo es espeso, producto de la grasa que se quema de los animales ofrecidos en sacrificio, y también se combina con el incienso del Tabernáculo.

Esa pequeña familia pasa inadvertida por entre el gentío, que mira y vé lo que quiere, pero nunca más allá de las apariencias.

Había en Jerusalem un hombre anciano llamado Simeón. Lo sabemos un hombre justo, y por ello entendemos que ajusta su voluntad a la voluntad de Dios. Hombre piadoso -hombre de oración frondosa- esperaba sin desmayos, firme en la esperanza a pesar de todos sus años, el consuelo de Israel de todos sus pesares. Es un hombre de Dios, hombre del Espíritu que sustenta esa esperanza que destella sin apagones, y es ese mismo Espíritu el que lo conduce al Templo.

Un pequeño alto: el Espíritu lo conduce, pero Simeón se deja conducir, santa obediencia de los que escuchan atentamente la voz de Dios en las honduras de su alma y actúan en consecuencia.

No hay casualidades, hay causalidades tejidas santamente entre Dios y el hombre, y en el Templo se encuentran el anciano Simeón y la familia de Nazareth.
Eso es posible porque Simeón es hombre de mirada profunda y transparente, y sabe mirar y ver por entre el gentío en quien vale la pena depositar la mirada y la vida misma. Ese Bebé que sostiene con amor de abuelo y piedad de discípulo es el culmen de todas sus esperanzas, es quien completa lo que faltaba a su existencia para ser plena.

Simeón no llega hasta el Templo para cumplir con un precepto ni para efectivizar un rito. Desde el Espíritu que lo conduce, se vuelve profeta que anuncia un tiempo nuevo, un desplazamiento que es éxodo: Dios no está acotado a un ámbito exclusivo, Dios está ahora en ese Niño que se duerme en sus brazos viejos.
Simeón es un profeta porque habla desde Dios, y con sus ojos gratos puede ver a través de los velos del tiempo: sabe que ese Niño es el Mesías, el Salvador que a su vez será signo taxativo de contradicción para muchos, pero que por sobre todo será luz de las naciones y gloria de Israel. En el corazón agradecido de ese hombre ya germina la universalidad de la Buena Noticia que acuna en ese Bebé Santo, cuya Madre jovencísima de ojos grandes no deja de asombrarse, pues Ella también será parte fundamental de ese tiempo nuevo, creciendo con el Hijo, aprendiendo del Hijo, sufriendo con el Hijo.

Quiera Dios concedernos profundidad en la mirada y tenacidad sin fisuras en nuestra esperanza.

Paz y Bien

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