De espada y cruz




San Enrique, memorial

Para el día de hoy (13/07/15):  

Evangelio según San Mateo 10, 34-11, 1


Durante mucho tiempo -y persiste en algunas mentes- se asoció invariablemente la espada y la cruz, es decir, la espada como medio necesario para imponer la cruz, el uso del poder para imponer la religión. Amplios razonamientos se han articulado, realizando una mixtura espuria de los intereses mundanos con las cuestiones del Reino. Y la Iglesia no ha sido ajena a estas cuestiones.

Pero religión que se impone no tiene nada que ver con la fé, jamás. La fé es don y misterio y aceptación libre y confiada en una Persona, la experiencia transformadora de la vida de Jesucristo en la propia existencia. 

También es habitual adaptar la Palabra a las propias necesidades, de tal modo que se encuentren justificativos a todas las acciones y situaciones en las Escrituras, una Palabra cómoda o light que no interpele, ni desestabilice ni conmueva. Quizás un ejemplo sea la lectura que la liturgia del día nos ofrece: la tentación estriba en imaginar a un Cristo impositivo, que zanja violentamente las cosas del Reino.

Pero nada es más ajeno a la Buena Noticia que la violencia ejercida sobre el prójimo, menos aún en los afanes de expandir la base religiosa. Esas son puras cuestiones de sumisión y dominio de almas, el poder religioso teñido de ratio ideológica de cualquier época.

Sin embargo vivir el Evangelio en fidelidad y plenitud es en cierto modo aceptar que no hay visos ambivalentes o melosos, a tono con nuestras miserias. La vida cristiana si es tal debe ser radical, porque a Cristo se lo sigue totalmente, no a medias, no cuando conviene, no cuando no hay conflictos. 
Más aún, las persecuciones a causa de la fé son, efectivamente, señales inequívocas de esa fidelidad hasta el fin, al igual que el Maestro para con el sueño de su Padre y la vida de sus hermanos.

Cristo es el nuevo y definitivo Moisés que abre las aguas del ego y de los relativismos, dejando atrás la vida esclava del pecado, de las sombras, para caminar confiados hacia la tierra prometida y cumplida de la Salvación. Y no hay vuelta atrás, por más tentación que insinúe la vieja comodidad de la esclavitud anterior.
Porque en esta vida que se nos ofrece y no se nos impone, el único absoluto debe ser Dios.

Así también la cruz. Los crucifijos que colgamos de nuestros cuellos han de estar grabados pecho adentro, en las honduras de nuestros corazones. No es fiel y poco tiene que ver con el Evangelio que la cruz se convierta en un mero objeto decorativo y, en ocasiones, declarativo.
Porque no declamamos la cruz, la proclamamos. Y cargar la cruz es, al igual que Jesús de Nazareth, dar un salto enorme y sin redes, atreverse por amor a Dios y a los hermanos a ser un marginal, despreciado, o un criminal abyecto, sabiendo y confiando que esa cruz de dolores que portamos y asumimos no es símbolo mortal sino signo cierto del amor mayor, que es justicia y liberación, para que no haya más crucificados, para mayor gloria de Dios.

Paz y Bien

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