Pequeños pescadores de mares enormes



Para el día de hoy (26/01/14):  
Evangelio según San Mateo 4, 12-23


La convocatoria a los primeros discípulos que nos brinda el Evangelista Mateo resulta muy extraña para las tradiciones de su época; en aquél entonces, los hijos de las principales familias judías -las más tradicionales y las de mejor posición socioeconómica- buscaban afanosamente a los rabbíes destacados para pasar a ser parte de los, por lo general, reducidos grupos de discípulos que aprendían de ellos la Ley, siempre en modo académico, estáticamente ubicados en un sitio predeterminado.

Jesús de Nazareth rompe con esta costumbre establecida, y es Él mismo quien sale en búsqueda de sus discípulos; se ha invertido la postura, y no son aquellos quien buscan un rabbí de quien aprender, sino que es el Maestro quien los invita.
Su enseñanza no será una acumulación progresiva de erudición, tras montañas de escritos enjundiosos -que pueden ser muy buenos y hasta santos-. Su enseñanza no es la transferencia pasiva de conocimientos, sino un caminar, un compartir la vida misma a diario, el conocimiento de Cristo que es el fundamento de todo destino y roca firme de la fé. Se trata de conocer para actuar como Jesús actuaba, vivir como Jesús vivía, amar como Jesús amaba, y no hay manual de instrucciones. Todo es enteramente personal, y más aún.

Este Cristo que sale al encuentro es signo cierto de las primacías de Dios, que siempre -de continuo, sin rendirse jamás, sin descanso- nos sale al encuentro, nos convida, nos busca primero.

Sin caer en una ligera y estéril lectura sociológica o ideológica, los primeros discípulos, sinceramente, son unos don nadie, sin relevancia ni fortuna, sin una genealogía que exhibir ni glorias que relatar. Se trata de hombres comunes, hombres de esfuerzo y trabajo cotidiano, sabedores de ganarse el pan, de las luchas cotidianas, con sus idas y vueltas, con sus fidelidades y sus quebrantos.

Quizás y lejos de toda épica, el Maestro buscó y sigue buscando mujeres y hombres ordinarios, corrientes, casi invisibles entre las multitudes pero capaces de seguir sus pasos, de ponerse en pié, de confiar/se a ese Cristo que no los abandona nunca, ni siquiera en los momentos más oscuros.
A veces puede tratarse de mujeres y de hombres a los que la vida ha dejado heridas salobres y dolorosas, recuerdos gravosos, pasados pesados y que sin embargo se atreven a renegar de la mera supervivencia, y se animan a vivir con ese Dios que lo descubren en sus días, en su cotidianeidad, en el día a día, minuto a minuto, aquí y ahora.

Estos pescadores son pequeños, muy pequeños y frágiles, la más brava, el más fiero también. Todos somos quebradizos y portamos el sayo de nuestras limitaciones. Y la tarea se asoma harto complicada, que no imposible. El mar que nos toca navegar es enorme y peligroso para nuestros escasos barcos.
Más se trata de irse mar adentro a echar as redes, para mantener a muchos pequeños peces con vida, una vida que sabemos disponible y abundante para todos sin excepción, una vida plena, feliz, total, que se nos ofrece a diario y que es el Reino de los cielos, cielos cercanos, al alcance de cada corazón.

Pescadores tan pequeños como vos y yo, como tú y ella, como todos nosotros, como la frágil barca que llamamos Iglesia y que a pesar de las tormentas se mantendrá firme, y nadie perecerá.
Porque la conduce Aquél que camina sobre las aguas terribles del desconcierto, las olas del miedo y las tormentas de la duda.

Paz y Bien


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