Los malos espíritus


Para el día de hoy (11/01/11):
Evangelio según San Marcos 1, 21-28

(En los tiempos de la predicación del Maestro, nada causaba más aversión y espanto que varias psicopatologías y, junto a ellas, los síntomas de la epilepsia.
Se consideraba a todo enfermo de estas características "poseído" por un espíritu inmundo o impuro, es decir, que esa persona no tenía dominio sobre sí mismo, no decidía sobre su existencia. En los últimos siglos se había tornado causa de marginalidad y exclusión, al atribuirse al pecado del enfermo -o de sus padres- la causa primera de la enfermedad, esto es, el sufrimiento como castigo divino por torcer el sendero recto de la Ley.

Esta situación no ha de sernos extraña: así como considerar de tal modo al enfermo era consigna habitual, de práctica corriente, así también hay una serie de espíritus malos que agobian nuestras almas, espíritus impuros que son motivo de no ser nosotros mismos.
Espíritu malo del egoísmo, de la indiferencia, de la melancolía permanente. Espíritu impuro del confort, del acostumbrarse a la injusticia, de la sumisión, de la falta de coraje, del materialismo, de la negación del hermano...

Hay que confiar.
Basta que Él se haga presente para que estos males retrocedan sin excusas ni calmantes.
Puede suceder que se enciendan los gritos de indignación, pues la Palabra de Jesús es eficaz: no sólo se la oye, sino que puede verse en lo que efectivamente produce. Y es congruente con esos mismos espíritus que sojuzgan tantos corazones, que cuando nuestra liberación se haga presente, surjan las quejas airadas.
Ni modo, Él todo lo puede aún cuando parece que no hay otra posibilidad.
Pero el Reino entre nosotros significa que siempre hay más, mucho más.

Los presentes en aquella sinagoga de Cafarnaúm no podían salir de su asombro: el rabbí galileo hablaba con autoridad, con una autoridad que seguramente no tenía origen académico ni vertiente de ortodoxia, sino que estaba enraizada en su vivencia íntima y personal de Abbá Padre suyo y nuestro.
Esa autoridad -en su misma raíz, en su etimología augere- significa hacer crecer.

De eso se trata: que Él nos haga crecer trigo santo para hacernos mujeres y hombres de pan, desmalezándonos el corazón.

Quiera Dios regalarnos a menudo gritos escandalizados, que son signo cierto de la liberación inminente)

Paz y Bien


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