Si parece cierto lo que digo — y les ruego a ustedes, los que me oyen, que se penetren de ello y lo examinen— , entonces se hace visible aquí una imagen del Santo que es muy afín al sentir de nuestra época. Pues esta época siente desconfianza respecto a las personalidades extraordinarias y las hazañas desmesuradas; a pesar de la excitación y agitación que hay en todas partes. Más aún, quizá precisamente por todo esto: porque las personas más honradas y auténticas notan qué mortal tontería hay en todo esto. Se me ocurren dos ejemplos que quizá aclararán mejor lo que quiero decir.
Al final de la Primera Guerra Mundial surgió el concepto del "Soldado Desconocido". Antes se había hablado del gran jefe militar, o del realizador de hazañas famosas. Parece que éstos dejan de ser interesantes; en cambio, adquiere importancia el que ama su tierra, el que conoce sus deberes y los realiza, donde está, con silencio y decisión... Otra cosa análoga: desde hace algún tiempo se ve que las tareas científicas, técnicas, sociales y otras muchas, se hacen tan grandes que un solo individuo no puede ya dominarlas. Así, en lugar de la personalidad descollante, aparece el equipo, el grupo de trabajo. Cada cual trabaja en su sitio, pero con la responsabilidad por la causa común. Cada cual sabe que por esa causa puede confiarse a los demás; lo mismo que él, obviamente, está al lado de cada uno de los demás... Ambos fenómenos indican el mismo carácter espiritual, el mismo matiz anímico. Lo extraordinario retrocede; lo individual se vuelve invisible; en cambio, con eso hay en cada cual una sensibilidad viva por la cosa de que se trate, y con ello cada cual adquiere una nueva importancia. Quizá no esté descaminado compararlo —naturalmente, en otro plano— con lo que acabamos de decir sobre la imagen del santo. Éste ya no se caracterizaría por una forma de existencia que se saliera del resto de la vida. Más bien actuaría en lo invisible, haciendo lo que en cada ocasión es justo y adecuado; pero con una pureza de intención que cada vez se une más con el amor de Dios; desprendiéndose más perfectamente del egoísmo y la complacencia en sí mismo, y adquiriendo así una libertad que ya no tiene nada que ver con la originalidad y genialidad, sino que se realiza por completo en el núcleo de la persona.
Es seguro que cada hombre tiene su tarea en el conjunto de la historia, conducida por Dios en el mundo. Pero hay muchas tareas que aguardan a uno solo, que se ha puesto totalmente a la disposición de Dios. De tales tareas, hay muchas y muy apremiantes. Pensemos, por ejemplo, en el poder que ha alcanzado el hombre actual sobre la Naturaleza, pero sin haber crecido más él mismo; o en el modo como el individuo es absorbido por el Estado y la sociedad. Sin embargo, de eso no podemos seguir hablando ahora; queremos llamar la atención sobre otra cosa decisiva, a saber, la cuestión de la fe.
¿Puede creer hoy todavía un hombre honrado? ¿Y no sólo todavía, sino con plena responsabilidad? ¿Y qué aspecto tiene esa fe? En la Primera Epístola de san Juan se encuentra la frase: «Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (5, 4). El mundo ejerce su poder sobre el hombre de mil maneras exteriores, pero también interiormente. Actúa sobre los supuestos previos de su pensamiento; sobre las medidas de su juicio de valores; sobre su sentir respecto a lo que es real y esencial. Por todas partes irrumpe en él y trata de llenarlo por completo. En el caso de que ocurra así, ya no puede seguir creyendo. Por tanto, debe vencer esa fuerza del mundo; su corazón y su espíritu deben liberarse de él; obtener distancia respecto a él.
La tarea siempre ha estado planteada, pero en diversas épocas ha tomado caracteres diversos. Daría lugar a muchas conclusiones observar cómo se presentaba en la Antigüedad, cuando el mundo estaba determinado por el mito; cómo en la Edad Media, cuando hubo que dar forma al caos de la emigración de pueblos; cómo en la Edad Moderna, cuando la gran entrega del hombre concreto a Dios quedó contrapuesta a la liberación del individuo de sus cadenas. En cada ocasión tuvo lugar esa victoria. A partir de una comprensión abierta en el corazón y el espíritu, a partir de la más íntima decisión de la persona, adquirió una nueva forma, la relación entre el hombre dispuesto a la fe, y el mundo.
Es tiempo de que esto vuelva a ocurrir, de que otra vez el mundo sea vencido, para que pueda haber viva fe. No todavía, de tal modo que algunos individuos, que por su manera de ser pertenecieran a épocas superadas, sean capaces de algo que la generalidad de los hombres ya no puede hacer. Tampoco en sentido de que la fe cierre los ojos a la realidad del mundo y lleve una vida artificial en un territorio separado. Pero tampoco en el modo de un paradojismo desesperado que supiera muy bien que no hay caminos hacia Dios de que se pueda responder, pero que se lanzara hacia Dios en decisión irracional. Todo esto son asuntos a extinguir. Es tiempo de que se vuelvan a abrir los ojos para la verdad.
El mundo se cierra cada vez más sin dejar agujeros. Cada vez se cimenta más decididamente el mundo en el sentir de la época como lo uno y lo único; como Naturaleza, dada sin más, y como Cultura, dueña de sí misma. Por eso el hombre debe volver a poner en su mirada el mundo, como por primera vez, partiendo de su origen interior. Debe aprender a leer otra vez sus formas y relaciones. Debe ver — no sólo pensar, no sólo afirmar, sino ver con los ojos— que el mundo no es sólo Naturaleza, sino obra de Dios; no una totalidad saciada en sí misma, sino palabra que habla de lo auténtico; y que el hombre no está encerrado en él, sino que puede salir en libertad. Ciertamente, no como si descubriera de algún modo un agujero en el conjunto, o abriera una ventana en la pared, sino en cuanto que ve que el mundo es el rostro por el cual mira Dios; y a la luz de esa mirada puede el hombre lanzar su mirada hacia la libertad de Dios. Pero en la apertura que así se produce, encontrarán sitio mucho más fácilmente las palabras de Dios y la figura de Cristo.
Lo que debe ocurrir ahí no es nada ruidoso, nada que produzca sensación. Más bien son cosas silenciosas, suaves; pero cosas que lo transforman todo. Sin embargo, sólo pueden suceder en el corazón y en el espíritu de aquel que se ponga a la disposición de Dios.
Esto sería una tarea cuya resolución aguardamos sobre todo del santo, al lado de los demás, que nos enseñe qué aspecto tiene hoy el amor, que es más fuerte que el poder.
A partir de aquí pueden también volver a acontecer milagros. Se dice que ya no los hay. Extraña afirmación, cuando al mismo tiempo, sin embargo, se creen los más curiosos milagros con una beatitud de confianza realmente estremecedora: charlatanería pública, milagrera, en todas las formas imaginables, médica, o social y cultural; o secreta, embustera, escondida en programas políticos y técnicos.
El verdadero sentido del milagro es que el Dios vivo se haga evidente en la realidad de la existencia. Su forma es diversa, cada vez según la época. El milagro que aguardamos consiste en que se disuelva la opresión sorda y pesada del mundo, de la que no parece haber salida, al hacerse capaces nuestros ojos de ver lo que es, y que nuestro corazón se penetre de cómo van las cosas en verdad.
Romano Guardini
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