Pesebre y pañales

 







Vigilia de Navidad - Misa del Gallo

Para el día de hoy (24/12/20)  

Evangelio según San Lucas 2, 1-14





Los Evangelios no son crónicas históricas, sino antes bien relatos o crónicas teológicas / espirituales.

Así entonces es menester rumiar la palabra y ahondar en el mensaje profundo que está más allá de lo lineal, lo aparente.

Por ello, cuando los Evangelistas nos ofrecen datos precisos están haciendo sonar alertas para nuestros corazones, para despejarnos el sopor cotidiano, para encender la mirada interior.

Lucas nos sitúa en un contexto puntual en la historia del pueblo de Israel, y en la historia humana: gobierna el mundo conocido el emperador romano Augusto. Cirino – Publio Sulpicio Quirino o Cirino- es gobernador de Siria, y Judea había sido anexionada a ésta como parte de una provincia romana. Para el pueblo judío, tan rabiosamente aferrado a sus tradiciones y a su identidad nacional, la bota romana que impone su ley y sus tributos es intolerable. No obstante, están estacionadas en la zona las legiones romanas, presencia militar experta dispuesta a aplastar violentamente cualquier conato de rebelión.

Así se ordena un censo: no debe, quizás, pensarse un censo con los criterios contables actuales. Es mucho más simple: se trata del conteo de cápitas, de cabezas que han de rendir tributos al emperador.

Regresando al comienzo de estas líneas son muchas las señales que nos sitúan a cada uno de nosotros en una encrucijada específica de la historia. 

Son muchas también las señales que a menudo que el Espíritu deja a nuestro paso y quizás, solo quizás, se nos ha menguado la capacidad de mirar y ver.

Como en el acercamiento de una lente de campo amplio enfocamos sobre una aldea en Galilea, Nazareth. El nombre, para todos nosotros, es ampliamente conocido y mencionado. En el tiempo en que nos sitúa San Lucas Nazareth no figura en los mapas oficiales. No llega a ser una aldea, es un villorio de algunas casas agrupadas por tribus familiares judías. Pero la región galilea también generaba miradas hoscas y despreciativas: es el extramuros, la provincia venida a menos y degradada de las rígidas normas religiosas imperantes. Nada bueno puede venir de Galilea, nada puede esperarse de un sitio que casi no existe, que ni vale la pena anotar su nombre en la cartografía oficial.

Argumento desoladamente usual: nada bueno se espera de ciertos países, de ciertas regiones, de ciertos barrios, de las villas. 

Precisamente desde allí, del sitio que genera menos expectativas, de donde menos se espera algo valioso, se comienza a tejer aquello que ha de transformar de una vez y para siempre la historia.

Un censo, en aquel entonces, implicaba ir a cumplir con las obligaciones –¿imposiciones?- en el pueblo natal. Y José era oriundo de Belén de Judea.

No es poca cosa y no está nada cerca: de Nazareth a Belén había – en las rutas de la época- un recorrido de 190 km por senderos pedregosos, por rutas de montañas en donde solía haber salteadores de caminos. Todo un padecimiento para la esposa de este hombre, María, que cursa un embarazo avanzado. Ella es su esposa, y para nuestros criterios de veinte siglos posteriores, es casi una niña.

Vienen de esa aldea minúscula, y por ello inferimos que son muy pobres. Ninguna familia de buena posición viviría en Galilea y menos en medio da la nada.

Otra señal para colocar los ojos y el corazón: Belén es la ciudad del rey David, del más grande en la historia de su pueblo, pero además su nombre original –Bethlehem- significa, literalmente, “Casa del Pan”.

El censo moviliza a miles de personas de un lado para otro, y las posadas u hostales de viajeros deben estar colmados.

A ese matrimonio de jóvenes los delatan las ropas y el acento. Ni siquiera los apuros del parto inminente le habilitan siquiera un rincón mínimo. 

El Bebé llega. No es, quizás, una ocasión cómoda, pero no tengamos ninguna duda de que es el momento preciso. 

Más señales: pañales y pesebre.

Los pañales de tela refulgen en la oscuridad nocturna, y quizás no haya señal tan humana ni plena de ternura. Un pesebre es cuna prestada, una cuna de apuros, un mínimo reducto para una vida frágil en ciernes. Pero pesebre y pañales, pañales y pesebre son las señales exactas para reconocer al Salvador del universo, al rey de reyes, al Señor de la historia, que por palacio tiene un refugio de animales y por trono los brazos de su Madre.

Inmediatamente se nos dirige la mirada hacia otras personas, unos pastores que cuidaban sus rebaños abrigados sólo por la noche.

Alto aquí: desde hace bastante tiempo tenemos una imagen bucólica y algo ingenua de los pastores –vamos pastorcitos, vamos a Belén, nenitos vestidos de campesinos-, y la realidad era completamente antagónica a esa estampita. En aquellos tiempos los pastores estaban por debajo del último escalón en la consideración social.

Trabajan día y noche, de lunes a lunes y no cumple con el descanso rigurosamente establecido del Shabbat. Su mismo oficio les impone convivir con la suciedad, cuidando rebaños que no les pertenecen, mano de obra baratísima que se contrata por pocas monedas, labor en donde se deja invariablemente la salud. Como si ello no bastara, se los miraba con extrema desconfianza por considerarlos aviesos amigos de lo ajeno.

A los que nadie quiere ni nadie en su sano juicio invitaría a su casa y compartiría su mesa, a ellos les llega la noticia más inmensa, más asombrosa, más determinante.

Quizás por ellos especialmente llamamos a esta noche Nochebuena, en donde se despejan todos los temores, en donde hay expresa y abierta preferencia de Dios por los que no cuentan, por los despreciados, para los que hay siempre malas noticias, y quienes son los primeros destinatarios de la buenísima novedad.

Para ellos, para cada uno de nosotros, para los nuestros, para todos. El Salvador es un Niño frágil e indefenso que se adormece en el frío de la noche al amparo de su Madre, el Rey es tan pobre que no tiene trono ni palacio, el Mesías es Dios nacido de mujer tan pero tan parecido a nosotros que estremece.

De tan cercano lo hemos alejado deliberadamente entre figuras opacas y oropeles vacíos. Pero está allí a tu puerta, a mi puerta, pidiendo permiso, tan frágil que sin nuestra ayuda no vá a lograrlo, tan pariente como el que más de los que no cuentan para nadie. 

Esa noche, en humildad y silencio, la historia humana cambia de rumbo. Dios interviene personalmente para que todo cambie, para que se santifique el tiempo. Dios se amanece en la vecindad misma de los hombres como uno más.

Dios empuja la vida desde lo pequeño, desde lo inadvertido, desde la frontera de la existencia, desde allí de donde nada puede esperarse.

Pesebre y pañales.

Dios con nosotros.


Que pase lo que pase, nunca bajes los brazos, nunca dejes de buscar. Dios siempre tiene una estrella inquieta y movediza para sus amigos, para hacerles encontrar el sendero perdido.


Dios nos nace, una esperanza en pañales que hay que acompañar, proteger y abrigar. 

Dios empuja la Salvación desde la fragilidad de un Bebé Santo para que nadie más esté solo, abandonado, resignado a miserias e injusticias.


Dios se hace tiempo, historia, hermano, hijo querido, uno entre nosotros para que renazcan todas las alegrías en todos los pueblos.


Que la Gloria de Dios cubra toda tu vida y la de los tuyos 


Que te colme su paz, esa paz que nada ni nadie puede quebrantar, la paz que es fruto de la más grata de las noticias: que Dios nos quiere sin condiciones y para siempre.

Que haya paz y justicia para nuestra gente, desde ese Niño muy pequeño que se hace pan.

Que este Niño que nos nace traiga paz a todas las mujeres y hombres de buena voluntad.


Feliz Navidad


Paz y Bien 


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