Lo que Cristo ha hecho por cada uno de nosotros

 





Para el día de hoy (04/12/20):  

Evangelio según San Mateo 9, 27-31




En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, la ceguera era habitual en toda Palestina. Los intensos rayos de sol que pegaban contra la blancura salitrosa de las rocas y los fuertes vientos arenosos del desierto lastimaban con frecuencia muchas córneas, por lo que había muchas personas con su capacidad visual notablemente disminuida, y otros tantos directamente ciegos sin posibilidad de remisión o cura.


A estas dolencias, es menester añadir los duros conceptos religiosos imperantes: para la Ley mosaica, toda enfermedad es consecuencia o producto de los propios pecados o, en ciertos casos, de los pecados paternos. Es decir, la cosmovisión de un dios que castiga infidelidades y contravenciones, y que las ejecuta en tiempo presente.

Por y a causa de ello, todo enfermo -los ciegos también- devenían en impuros, personas de contagiosa impureza ritual excluidos del culto y la vida comunitaria, a los que lógicamente es preciso eludir. El horroroso y tan conocido por algo será era cuestión normal y cotidiana.


En esa casa que suponemos en Cafarnaúm, Jesús se sentía a sus anchas, en hogar propio, y es el signo primordial de esa Iglesia que muchos soñamos con aroma a hogar, a familia, a calidez. Hay que prestar atención, pues los milagros que acontecen son varios.


Esos dos hombres ciegos son recibidos no como ajenos, sino con una hospitalidad tan natural que se atreven sin vacilar a suplicar a los gritos misericordia.


Esos dos hombre ciegos utilizan conceptos ideológicos de aquel tiempo -Hijo de David- para llamar al Maestro; este título era corialmente detestado por Jesús, pero aún así no los reprende. Quizás lo que cuente es, ante todo, lo que anida en los corazones antes que la exacta doctrina declamada.


Esos dos hombres son impuros evidentes a los que es mejor esquivar. Ellos no pueden valerse por sí mismos, no pueden ganarse el pan y andan a tientas en un mundo oscuro en el que hay muchos ciegos como ellos y otros tantos no videntes de alma que los excluyen.

Pero para Jesús de Nazareth no hay allí dos impuros, sino dos dolientes, y más aún, dos dolientes que confían. 


Entonces, en el tiempo santo de Dios y el hombre, kairos de la Encarnación, a partir de la fé, desde la confianza, acontece otro milagro tan grande como la aceptación del excluido, la recepción hogareña del hermano, la fé por sobre la doctrina. La vista es recuperada, y ellos irse en silencio, pues quizás las gentes aún no comprendan el sentido primordial de estos signos, y se queden solamente con la cosa milagrera, espectacular y dejen de lado lo que cuenta, que es el amor de Dios.


Sin embargo, ellos no pueden callarse. Por toda la región cuentan a quien los escuche lo que ese Cristo ha hecho por ellos.


Esa es la Evangelización: contar fiel y verazmente a todo el mundo todo lo bueno que Dios ha hecho y hace por nosotros, en tren de experiencia muy personal -para nada abstracta-. Es difundir la mejor de las noticias, es expandir la bondad, es encender la esperanza. ¿Quién, entonces, podrá callarse?


Paz y Bien

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