El perdón que levanta y restaura











Para el día de hoy (11/12/17): 

Evangelio según San Lucas 5, 17-26







El Maestro se encuentra en Cafarnaúm, seguramente en la vivienda familiar de Simón Pedro. De niño su casa ha sido la de José de Nazareth: ahora su hogar se halla en casa de amigos, allí en donde se lo recibe con el corazón.
La casa del Señor es la casa de sus amigos.

Cafarnaúm se encuentra a orillas del mar de Galilea, y es una importante ciudad fronteriza que posee una nutrida actividad comercial. A menudo los habitantes de este lado se confunden con los de la otra orilla, extranjeros y paganos, y en gran medida por ello, es una zona -como toda Galilea- bajo constante sospecha de heterodoxia y menoscabo, por el contacto habitual con el extraño, con el impuro.

La fama del Maestro se acrecentaba día a día. Las gentes se agolpaban allí donde le encontraban, pero también, severos auditores, llegan fariseos y doctores de la Ley con la intención de detectar cualquier atisbo de desvío de la doctrina religiosa oficial que ellos representan y detentan.
Esa religiosidad, a su vez, considera al enfermo -cualquiera sea la patología que padece- un pecador y un impuro, de impureza ritual contagiosa.

Las gentes y los censores se agolpan, y hay varios que no pueden llegar a la presencia de ese Cristo en el que confían, que sana, que restaura, que inaugura un tiempo nuevo de perdón, de amor de Dios.

Un hombre se encuentra paralizado, parálisis por los miembros que no le responden, parálisis por un alma resignada, doblegada por una doctrina inhumana. Su fé se diluye en la desesperanza, pero unos amigos se movilizan por ese hombre inmóvil. Ellos toman una maravillosa iniciativa, aún cuando por el simple hecho de portar las angarillas ellos mismos se convierten en impuros como el doliente, pero aún así no bajan los brazos.
Hasta se animan a lo impensado: abren un boquete en el techo y con sogas hacen descender la camilla hasta la presencia del Maestro, con todos los riesgos que ello implica.

El Señor sana y salva, y esas acciones son dos caras del único amor de Dios. El pecado que restaura, que levanta, ternura que libera y que pone las cosas en su lugar, aunque las almas serias mascullen blasfemias varias o impugnen gestos de Salvación.

Quiera Dios que así sea la Iglesia, un recinto amplio, familiar y hogareño en donde muchos ingresan por las puertas abiertas. Otros por las ventanas. Otros, por asombrosos boquetes en los techos, hombres y mujeres de fé que asumen el dolor del hermano para llevar a la verdadera presencia de Cristo a los que sufren, a los que han sido olvidados o descartados por un férreo sistema que anula corazones.
Porque en esta casa grande todos han de ser recibidos con alegría, sin importar el modo en que han ingresado.

Paz y Bien

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