Zaqueo en las alturas




Santos Roque González de Santa Cruz, Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, presbíteros de la Compañía de Jesús y mártires

Para el día de hoy (17/11/15): 

Evangelio según San Lucas 19, 1-10



En el día de ayer la liturgia nos ofrecía la sanación de un hombre ciego en las afueras de Jericó; la ciudad es prácticamente un arrabal de Jerusalem, y teológicamente nos ubica en el umbral de la Pasión del Señor. En ella se alojaban los sacerdotes y levitas que regían y servían el culto en el Templo, pero también es un importante centro económico, pues por la confluencia de rutas bullían comercio y riquezas.

Jericó además es la segunda ciudad en importancia, luego de la Ciudad Santa, de toda Palestina; pero además es muy importante para la memoria histórica de Israel. Al mando de Josué, los israelitas ingresan a la Tierra Prometida franqueando en primer lugar a Jericó y sus murallas.

En una ciudad así, necesariamente hay toda una estructura impositiva, los recaudadores de impuestos o publicanos. Algunos de grado inferior como Leví/Mateo, y otros de rango superior como Zaqueo, jefe o mayor de toda una zona.
Los publicanos -empleados judíos- recaudaban los durísimos tributos imperiales gravados por la Roma ocupante; por esa sola razón, eran detestados por sus paisanos como traidores a la nación judía. Eso no era todo: la posición de algunos como Zaqueo permitía además prácticas corruptas y extorsivas que le permitían amasar pingües fortunas, otro motivo por el cual el pueblo los ubicaba en un mismo escalón moral que las prostitutas, y así eran odiados con fervor, limitándose su vida social a sus pares publicanos.
Para la severa mirada de la religiosidad imperante, los publicanos son impuros irremisibles pues el contacto con el extranjero y con las monedas prohibidas los inhibían de toda participación comunitaria del culto.

El dato que nos ofrece Lucas es significativo: ante la llegada de Jesús de Nazareth, Zaqueo quiere ver quién és ese rabbí galileo del que todos hablan. No es un mirón, un espectador menor de un fenómeno popular, hay una inquietud cierta que inquieta su alma. Parece que una multitud abigarrada, combinada con una escasa estatura le impiden mirar y ver al Cristo que pasa.
Es dable suponer que Zaqueo sea bajito, pero no todo es lineal, literal. Quizás la praxis diaria -dolorosa para los demás, corrupta, infame- lo ha hecho descender en su estatura moral, y sólo puede elevar su mirada apenas por encima de un fango que es reflejo de su corazón.

Ese sicómoro, ese árbol que está allí es casi un hermano que le permite subirse a sus hombros. Sus ansias de mirar y ver a Cristo reflejan una esperanza de una vida distinta que no le brindará ni su oficio, ni sus riquezas, ni el poder ni la religión que le prohíben.
Y el Maestro lo sabe.
Anda con las prisas de mesa fraterna, de mesa de amigos, anticipo cordial de una Eucaristía que se prolongará hacia la eternidad, mesa de acción de gracias por el paso salvador de Dios en la existencia.

No basta la declamación, ni son suficientes las buenas intenciones mencionadas. La conversión conlleva reparar los posibles daños que se han cometido con los demás, y de allí la aceptación explícita de su corrupción que desde ese momento será historia, será pasado, porque Cristo se ha alojado en su casa, ha encontrado hogar en su corazón.

Zaqueo finalmente alcanza las alturas de un cielo cercano, y ya no necesita subirse a ningún árbol pues su vida ha sido restaurada por el perdón y la gratitud, por ese Cristo que viene a reunir a los perdidos.
Porque todos tenemos, con todo y a pesar de todo, un lugar en su mesa.

Paz y Bien

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