Los dones que se nos han confiado


Para el día de hoy (18/11/15): 

Evangelio según San Lucas 19, 11-28




La liturgia del día de hoy nos ofrece una lectura ubicada dentro de un contexto específico: los discípulos y las multitudes en su mayoría no comprendían -o no querían comprender- la verdadera naturaleza mesiánica de Cristo. Ellos seguían encasillando todo en términos de poder, gloria, dominio, y por ello no aceptaban al Servidor de todos que el Maestro les iba revelando a lo largo del camino y que hallaría su plenitud en la Pasión. 
A su vez, en esos menesteres ansiosos los urgían las prisas por restaurar el trono de David, la liberación de Israel del dominio extranjero, y ese acontecer imaginado lo asociaban con el surgimiento inminente del Reino de Dios bajo los mismos criterios. Cuando la mirada carece de profundidad, se opta por el árbol y se pierde de vista el bosque.
Pero en un tiempo de Buenas Noticias es importantísimo saber mirar y ver el árbol en su ámbito boscoso.

Por eso la necesidad de una parábola que despeje los nubarrones de la conveniencia. Y de la necedad también. No sólo aplicamos a las cosas de Dios chatos criterios antropomórficos sino que intentamos vanamente imponer medidas mundanas a lo que es de suyo inconmensurable, y que se nos brinda a pura bondad, incondicionalmente, a cada uno de nosotros en esta familia creciente que llamamos Iglesia.

Se nos han confiado muchos dones, a veces obviados, a veces menospreciados. Pero todos son valiosos, aunque a menudo se nos parezcan moneditas de escaso valor.
Tienen todos ellos una característica asombrosa: si se empeñan, si se gastan pródigamente su valor se multiplica por diez, por cien, por mil. En cambio, si se esconden por temor, en la caja fuerte aparentemente segura de una prudencia que es el disfraz de la cobardía, esos dones se malgastan, se disipan. O peor aún, se quebranta la confianza del Dueño real de esos dones concedidos.

Todos los servidores fieles poseen un rasgo que los identifica: su prodigalidad y su alegría. 
Se trata de la serena alegría del Evangelio que nos rejuvenece el corazón en todas las etapas de la existencia, y cuyos síntomas primordiales son el servicio y el buen humor. Los rictus amargos suelen ser señales de una vida des-graciada.

Porque, nada menos, se nos ha confiado la Gracia de Dios en estos cántaros de barro que somos, para que seamos derrochones tercos del amor de Dios.

Paz y Bien

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