La Misericordia es el principio de todo destino y su horizonte

 

 


 

 

 

 Para el día de hoy (10/09/20) 

Evangelio según San Lucas 6, 27-38

 

 Desde la historia y la praxis, se entiende y acepta el concepto de justicia como reciprocidad. Traducido esto al ámbito de la ley, se trata de regular y moderar cualquier ímpetu anárquico de venganza, es decir, morigerar las penas que se impongan en proporción a las ofensas o perjuicios cometidos. Así, la llamada ley de Talión -ojo por ojo, diente por diente- implicó un importante avance en el plano del derecho, al normatizar las conductas personal y social.

Asimismo, esta reciprocidad tiene un poder disuasorio; se trata de objetivar las conductas de tal modo que se desaliente las acciones punibles bajo la sombra y el apercibimiento del castigo acorde al mal infringido.

Sin embargo, Jesús de Nazareth ha inaugurado el año eterno de la Gracia, y nada volverá a ser igual, y ello es decididamente revolucionario, imprevisible, maravilloso.

En la declamación, nos puede conmover y hasta podemos realizar profusos discursos al respecto. Pero seamos sinceros: para nuestros limitadísimos esquemas, eso de amar a los enemigos, a los que nos odian, a los que desean nuestro mal implica una asimetría que se nos hace a menudo insalvable. Porque es dable y razonable que el comete un daño o un delito pague, tenga una pena compatible con lo que ha hecho.
Aún así, el mal no se destierra, sino que apenas se contiene.

Por ello mismo es la propuesta del Maestro, y sólo es comprensible y practicable desde una nueva identidad que surja desde el mismo Espíritu de Aquél que ama a todos por igual -buenos y malos- de manera inmensa e incondicional.

Se trata, con todo y a pesar de todo, de volvernos cada vez más humanos, tan humanos a semejanza del que nos sueña, nos crea y sostiene y que ha desandado la distancia insalvable entre la eternidad y la historia encarnándose en el seno puro de una muchacha judía fértil y plena en su fé y en su confianza, Dios con nosotros, Dios entre nosotros.

La historia humana puede reescribirse cuando se descubre a Dios como Padre y Madre, y al prójimo -el cercano y el lejano, el que nos ama y el que nos odia- como un hermano también entrañablemente querido por ese Dios asombroso.

Porque a contrario de nuestros escasos horizontes, la justicia de Dios no es pago ni retribución ni premios ni castigos. La justicia de Dios es la misericordia inconmensurable, que se derrama abundante como lluvia que alivia, perdón que cura, bondad que desoye las ansias de violencia.
Es la red plena de peces, la mesa inmensa, el pan que se parte y reparte, que alcanza para todos y sobra para los que aún no han llegado, es el vino nuevo de la vida que no se agota, es el fin de los imposibles, es la muerte que no decide, es la Resurrección.

La Misericordia es el principio de todo destino y su horizonte.
La Misericordia sostiene al universo.

Paz y Bien

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