Domingo de Ramos: Señor de la humildad y la paciencia


















Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

Para el día de hoy (05/04/20): 


Procesión de los Ramos

Evangelio según San Mateo 21, 1-11


Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

Evangelio según San Mateo 27, 1-2. 11-54









La entrada mesiánica de Jesús de Nazareth, con diferentes aspectos y variantes, es reflejada por los cuatro Evangelistas, lo que por sí solo indica la gravedad y trascendencia del acontecimiento.

Todo texto suele tener niveles de profundidad a los que se accede tras una reflexión que se anime a ir más allá de la pura letra, y ésto se concreta con mayor intensidad y es decisivo en referencia a las Escrituras, y por eso mismo cada encuentro con la Palabra es una invitación también a escarbar, a ahondar, a sumergirnos tras de la superficie al grato encuentro del misterio, ofrenda de Dios a todos los pueblos, generosas ventanas al infinito.

Volviendo al postulado anterior, corremos en riesgo de quedarnos en lo episódico, en esas palmas que se agitan, en los gritos alegres y eufóricos, en la creciente multitud jubilosa. Pero basta nomás ese atrevimiento a ir más allá de las apariencias, para encontrarnos con la contundente imagen de un Cristo que está viviendo sus últimos días, que morirá en la cruz como un criminal abyecto, un Cristo rodeado por un palpitante mar de gente que, a pesar de ello, está solo, muy solo, y por eso parece ajeno a esos festejos. Quizás tampoco nosotros hemos comprendido el profundo significado del Rey que llega.

El ciclo litúrgico nos presenta el Evangelio según San Lucas; por los otros Evangelistas sabemos que el Maestro y sus amigos días antes han tenido, viajando desde Jericó, una cena en Betania, en el cálido hogar amigo de Lázaro, Marta y María, y Betania se encuentra a unos tres kilómetros de Jerusalem -en Palestina no son tan extensas las distancias-, mientras que Beftagé es un arrabal, extramuros de la Ciudad Santa. Sabemos también que cada vez que un Evangelista realiza precisiones topográficas no tiene intenciones de certezas en cuanto a una geografía precisa, sino más bien a una geografía teológica o espiritual. 
Así entonces y no casualmente, parecería que la fotografía es errónea: desde Jericó, nos encontraríamos primero a Betania y luego a Beftagé, y Lucas las presenta en orden inverso: ello sólo puede comprenderse desde un testigo que, a las puertas de la Ciudad Santa contempla la llegada del Señor desde la periferia. Más aún, la posición del observador/testigo destaca la importancia del peregrinar del Señor en total referencia a su destino, a la meta a la que arriba. Todo se comprende así de otra manera.

Mencionábamos que Beftagé es prácticamente un suburbio de Jerusalem; en ella los peregrinos llegados de todo Israel y de la Diáspora se purificaban del viaje antes de ingresar a la orbe en donde está el Templo que es centro y faro de la fé judía. A su modo, el Maestro también se prepara luego de su viaje ministerial, pues ha llegado a su destino final, donde llevará a la plenitud su fidelidad y su misión.
Hasta este momento, excepto a los suyos y en algún caso puntual -el ciego de Jericó, la samaritana- Jesús ha mantenido oculto su mesianismo. Pero se ha terminado ese lapso, ya es tiempo de manifestar públicamente y sin reservas su condición personal, destinada a todo el pueblo.
La puntillosa precisión del Maestro en saber donde encontrarán los suyos al burrito, qué deben decir, a quién deben hacer referencia - al Señor- refleja la absoluta libertad de Cristo, la plena conciencia de su vocación, la soberanía cordial con la que ingresará a las crueles oscuridades de la Pasión. Por eso no lo han podido apresar de antemano, pues no era su hora. La hora de la Pasión es tiempo santo, momento propicio que es fruto del amor y la libertad de Cristo.
No es un burrito cualquiera, un pollino o un asno más. Se trata de un asno que nadie ha montado, un asno novísimo, sin mancha, símbolo de lo nuevo que se reserva para la ofrenda y el servicio propio de Dios.

Hay otra cuestión también, relacionada con la escatología judía: si Israel era fiel y puro, el Mesías llegaría montado gloriosamente sobre una nube. Si Israel no lo era, también el Mesías llegaría, pero a lomos de un burrito, tal como lo preanunciaba el profeta Zacarías.
Toda montura, en aquellos tiempos, implicaba un status diferente. Quien anda montado es parte de la realeza, o bien es poderoso -o una mixtura de ambas- en un tiempo en que todo el mundo andaba a pié.
Aquí llega entonces el Mesías según lo que han prometido las profecías, a liberar lo impuro que corrompe los corazones del pueblo, pero como un príncipe de paz. No es un guerrero victorioso que monta un caballo enjaezado para el combate, ni se yergue orgulloso sobre un poderoso carro de guerra. 
Es un rey, el rey querido por Dios para su pueblo, que no querrá otro palacio que los corazones de los suyos, que no viene a imponer su poder ni a derramar sangre enemiga sino la propia, que no llega a imponer dictados incuestionables y disciplinadores, discursos que no deben controvertirse, sino un yugo leve, una carga liviana, un reinado desde la mansedumbre, porque sabe que el único poder que no oprime es el servicio, la vida que se ofrece para bien de los demás.

Los mantos que se usaban tienen una gran carga simbólica. Un manto es una de las prendas de vestir principales y es reflejo de la propia existencia, y por eso, tender los mantos a los pies del rey implica cierto gozoso vasallaje, honra que se rinde al soberano para que éste lo cubra con su sombra gloriosa, y lo recubra de justicia, confiando la vida al rey que llega a tomar posesión de la ciudad.
Los mantos tendidos al paso del Mesías que llega con montura de paz es poner la vida en sus manos.

Las aclamaciones crecientes reflejan que el pueblo intuye que el rabbí galileo que llega a lomos de un asno, manso y humilde, es el Mesías prometido por un Dios que siempre cumple sus promesas, un Dios que nunca queda en mora. Pero tras el júbilo hay euforia que se disipa con rapidez, y hay incomprensión. Mucho de ese júbilo responde a expectativas nacionalistas de restauración de Israel, a viejas consignas políticas sin trascendencia, a deseos de liberación de la opresión romana. 
La euforia se desvanecerá a medida que pasen los días, cuando el Mesías no se adecue a los esquemas supuestos, cuando se lo vea tan frágil, tan derrotado, preso de los poderosos, carne de cruz, una locura de fidelidad que sólo comprenderán los suyos tras la Resurrección.

Algunas almas severas quieren que se apague esa algarabía. Algunos pretenden que Dios tiene sólo un semblante severo que debe reflejarse en un rictus amargo, retrato exacto de todo des-graciado.

Pero no podemos callar. Aún cuando muchos solemos portar imágenes erróneas de un Mesías irreal, es tiempo de abandonar ambigüedades, de decir las cosas como son, de celebrar la fidelidad del Señor, del rey que llega, de gritar fuerte con la voz y con la vida que el Redentor se llega hasta nuestras vidas para que todo -todo, sin excepciones- todo cambie, todo sea santo, todo sea de Dios, para que a pesar de la cruz y del horror la vida prevalezca, para que despunte un alba de justicia y de paz.
Para, llegado el caso de profusión de silencios de miedo o silencios impuestos, las piedras griten fuerte que la gloria de Dios se expresa en el amor de Cristo, rey manso, príncipe de paz, por toda la humanidad.

Paz y Bien

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