La Salvación comienza aquí y ahora













Santos Pedro y Pablo, Apóstoles

Para el día de hoy (29/06/18):  


Evangelio según San Mateo 16, 13-19







Estamos en Cesarea de Filipo, la antigua Panias erigida por el culto a dioses extraños y ahora reconstruida y ampliada por Felipe / Filipos, tetrarca de Idumea -el otro hijo de Herodes el Grande- en honor del emperador romano, el mismo César que garantizaba su título vasallo y su poder. Estamos en una región en donde la fé de Israel a duras penas se la encuentra pura, y es una zona sospechosa, teñida de heterodoxia religiosa, social y cultural en donde con espuria devoción se hincan rodillas frente al opresor para que todo siga igual, para que nada cambie.
No es entonces casual que allí, donde nada nuevo pueda esperarse, suceda una de las afirmaciones de fé más contundentes de todos los tiempos, y no es casual que precisamente allí el Maestro revele la misión de Pedro y de toda la comunidad naciente, a la que por vez primera llama Iglesia. Aunque suene algo extraño, hay una geografía de la Salvación que excede el diseño de mapas, y es el dibujo asombroso que en silencio el Dios de la Vida traza por todas partes y en toda la historia humana. Es signo amoroso de una Salvación que se ofrece a todos y se expande especialmente desde los márgenes y desde esos lugares sospechosos en donde nada se espera.

Si nos detenemos en la escena y en las personas que la componen, encontraremos a un grupo mayormente integrado por galileos. Un rabbí caminante que durante años ha sido artesano en la Nazareth de sus padres. Varios pescadores del Mar de Galilea. Algún publicano, algún estudioso menor de la Torah, casi todos ellos personajes irrelevantes pues no son de sangre real, no tienen ninguna influencia política, son hombres pobres. Y para colmo de males, van con ellos también -aunque poco se las mencione- varias mujeres, las que serán más fieles y permanecerán enteras ellas en los bravos momentos de la Pasión.

Simón era sólo un pescador de Cafarnaúm; conocemos a su hermano Andrés, sabemos que tenía esposa, suegra -muy probablemente hijos-, y un carácter fuerte, a menudo arrebatado y hasta violento. Fué rápido también a la hora de renegar de ese Maestro que estaba preso y a punto de ser ejecutado en la noche más oscura. Varias veces se atrevió a regañar a Jesús porque éste no encajaba de ninguna manera en sus esquemas preestablecidos. Con todo y a pesar de todo, él no vacila al afirmar -con una luz que no le es propia y que lo desborda- que ese Jesús de Nazareth es el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
Esa afirmación es vital y estremece en su contundencia, y reafirma que la fé que nos sustenta está mucho más allá de la mera especulación: la fé es una aseveración positiva de toda la existencia, hasta los huesos se conmueven. Y cuando la fé se expande en los corazones, también la cotidianeidad se transforma y adquiere nuevo sentido: desde esa fé que se enciende en Simón, el Maestro le descubre la misión que tendrá él, y por él todos los que lo sigamos en la huella de la Buena Noticia.

Simón bar Jonás ya no será el mismo y hasta el nombre se le cambia, señal de una vida nueva, de una identidad recreada. Simón será en adelante Pedro porque será fundamento para sus hermanos, piedra en donde se edificará la comunidad siempre creciente que es la asamblea fraterna de los fieles, familia grande de mujeres y varones que es la Iglesia.

Pedro tiene en sus manos callosas de trabajador un poder, un gran poder que no se identifica con dominios y coronas, con fastos y rótulos. Antes bien, el poder de Pedro es el servicio, ese servicio que no busca nada para sí sino para sus hermanas y hermanos, Pedro tiene por misión edificar puentes que reunan de nuevo a los dispersos -de allí mismo y literalmente pontífice-, puentes de paz y mansedumbre, puentes de justicia y liberación, puentes en los que tienen prioridad de paso los pobres y los pequeños.

Con él, la misión se extiende a toda la Iglesia: desde ese servicio humilde y generoso, es misión de Cristo el esfuerzo por procurar nuevos nudos buenos que entrelacen a las gentes entre sí, que re-liguen a los que están separados por raza, por religión, por la guerra, por la cultura. Son los nudos de la red de la fraternidad, esa misma red que hace que los pequeños peces permanezcan con vida.
Porque, a no equivocarse, la Salvación no es un hecho postrero sino que comienza en el aquí y ahora, la eternidad entretejida en lo cotidiano, la Encarnación, Dios con nosotros.

Eso que llamamos cielo es de Dios. Pero las llaves de sus puertas están en manos de Pedro, porque cada día se conjuga el hoy de la Redención.

Paz y Bien

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