El hombre de la mano paralizada




Para el día de hoy (21/01/15) 

Evangelio según San Marcos 3, 1-6



Un hombre con una mano reseca, paralizada -especialmente en la Palestina del siglo I- tiene serios inconvenientes. Está incapacitado para el trabajo, el que en ese tiempo es casi en su totalidad manual, y por ello no puede ganarse el sustento; así, el fantasma ominoso del hambre y la miseria lo acosan a él y a su familia.
Un hombre con ese problema tampoco podrá comunicarse bien, pues tendrá menoscabada su capacidad afectiva, pues no podrá acariciar a sus hijos, abrazar, estrechar esa mano en honesta confianza. Si nos vamos a otro extremo, tampoco podrá defenderse frente a una agresión violenta.

Pero en los estrechos y severos criterios de ese tiempo, un hombre con una mano paralizada es también un hombre impedido de participar de toda celebración religiosa de su comunidad: su enfermedad -toda enfermedad- lo encasilla y excluye como impuro. La atrofia de su extremidad, antes que una cuestión médica, es la consecuencia directa de un pecado propio o de los padres, justo castigo de un Dios vengativo.

Escribas y fariseos tenían criterios exegéticos que fundamentaban esa conducta, que a su vez tenía su correlato en la observancia del Shabbat: si existiera la posibilidad de aliviar o sanar ese padecer, por ningún motivo debía realizarse en ocasión de las restricciones propias del sábado. 
Ello entraba en conflicto flagrante con el anuncio de la Buena Noticia de Jesús de Nazareth, que sin ambages proclamaba que el sábado es para el hombre, y por ello jamás debe ser causa de opresión. Ese día, día del Señor, ha de ser una bendición, ámbito para el reencuentro con Dios, el descanso y el restablecimiento de los vínculos familiares: cuando se antepone una norma establecida como fin en sí misma por delante, inclusive, del Dios que le confiere sentido, sólo campean tinieblas inhumanas.

Por eso el Maestro hace pasar a un hombre con esa dolencia al frente, y lo ubica en medio de las gentes congregadas para el culto en la sinagoga. Los dolientes, los que sufren y muy especialmente los excluidos han de estar en el centro de la comunidad. 
En el tiempo de la Gracia y la Misericordia, tiempo de mesa grande de hermanos convidados a un ágape bondadoso y eterno por ese Dios que es Padre y Madre, nadie ha de faltar. Por ningún motivo y sin excusas.

Esos fariseos y esos herodianos que se enfurecen con Cristo traen una gravosa carga simbólica.
Ese hombre tiene su mano impedida. Esos hombres tienen paralizado el corazón.

Paz y Bien

1 comentarios:

pensamiento dijo...

Dejar a Dios ser Dios en nosotros,y dejar que el rompa nuestros esquemas, gracias.

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