Una Iglesia leprosa




Para el día de hoy (15/01/15) 

Evangelio según San Marcos 1, 40-45




En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, padecer la lepra tenía consecuencias terribles. Es menester tener en cuenta que, para la mentalidad de la época, no se consideraba lepra solamente a la enfermedad producida por el bacilo de Hansen sino a una gran variedad de patologías dérmicas -tiña, moluscos, psoriasis, dermatitis varias-.

Es razonable que los casos bacilares -los más contagiosos- produjeran pánico, y con ello decisiones taxativas y apresuradas pues no se sabía como actuar frente a esta patología. 
Perot también, para los criterios religiosos imperantes, la lepra era la enfermedad de la impureza con mayúsculas: ello supone que es el castigo divino en los cuerpos a causa de los pecados cometidos por el enfermo o por sus padres. El enfermo ya no podría convivir en las ciudades, participar en ninguna celebración religiosa, trabajar: separado de su familia, en exclusión absoluta, teniendo prohibido acercarse a cualquier persona y declarando a los gritos su condición de impuro.
Así, bajo esas normas estrictas, quien determinaría la condición de salud o enfermedad de una persona, con todas las consecuencias que ello acarrearía, es el sacerdote, y más aún: estaban prescritas las ofrendas y rituales que debían realizarse para el caso improbable que se determinara que un enfermo recobrara la salud, para ser readmitido en todos los aspectos de su existencia.

El temor al contagio físico tiene una contraparte religiosa o espiritual: el impuro contagia su impureza ritual, ante lo cual cualquier persona que se pusiera en contacto con un leproso no sólo correría el riesgo de enfermarse sino también -y quizás por ello más grave aún- de volverse un impuro ritual y social, indigno de convivir en comunidad y de participar con los demás en el culto a su Dios.

Lo que nos relata el Evangelista Marcos es muy extraño. Cosas muy extrañas acontecen y acontecerán porque el Reino está aquí y ahora, y es menester siempre estar dispuestos a todos los asombros.
El leproso se acerca a ese Cristo que pasa, y está allí uno de los fundamentos de una fé que está naciendo, la confianza en una persona, Jesús de Nazareth, aún cuando ese acercamiento no sea del todo ortodoxo ni conveniente.
Una cualidad decisiva en esta cuestión es la aceptación/resignación del enfermo: acepta que es un impuro, acepta por ello la exclusión, acepta poner distancia considerable con los demás. Pero este hombre se acerca, y en su súplica se revela la condición de su corazón: no pide ser sanado, sólo implora ser purificado si ello conviene a la voluntad de Cristo.
Ese hombre, además de las llagas de su piel, tiene lesiones en su alma que lo tienen malherido.

Más extraño todavía es lo que hace el Señor: la conmoción que siente, producto de la compasión que lo anima, es por el dolor del otro pero también por esa condición injusta y tan inhumana que discrimina sin piedad, que aniquila cualquier atisbo de esperanza. Por eso no vacila en tocar al enfermo, por eso consiente en realizar dos milagros: se restablece una piel de las llagas que duelen y carcomen, pero sobre todo se yergue nueva un alma sometida a pura crueldad. Ese hombre ha purificado mente y corazón de esa prisión móvil impuesta.
Por ello también el mandato de Cristo de que el hombre, restablecido pleno en humanidad, se presente ante quien debe dar fé de su salud: los que lo han excluido ahora deben ser fedatarios de su salud, readmitiéndolo en pleno derecho a la vida social, económica y especialmente espiritual.

Pero estas transgresiones no quedan impunes a mentes tan estrechas. Mientras que ese hombre vuelve a una vida plena, es Jesús de Nazareth el que se ha menoscabado, pues esa impureza es contagiosa. Por rescatar a un marginado ese Cristo deviene en marginal, y debe así vivir fuera de las ciudades, en ciudades desiertas.

El Papa Francisco, con una clara voz profética y en pleno espíritu evangélico, ha reclamado una Iglesia pobre y para los pobres.
En esa misma sintonía, y desde estas escasas líneas, ansiamos también una Iglesia leprosa, una Iglesia que esté siempre del lado de las víctimas, de los marginados, de los que nadie quiere mirar ni ver, aún cuando eso implique el riesgo de volverse marginal, impura, excluida.
Esas llagas serán signo de fidelidad a la Buena Noticia.

Paz y Bien


1 comentarios:

pensamiento dijo...

Señor ayúdame a romper mis propios esquemas que muchas veces me esclavizan, y ser signo de buena noticia, gracias.

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