Un rey falaz, una mesa cruel



Para el día de hoy (07/02/14):  
Evangelio según San Marcos 6, 14-29



Algunos datos históricos que pueden enriquecer nuestra reflexión acerca de la Palabra para el día de hoy.

Herodes Antipas era uno de los siete hijos que había tenido Herodes el Grande, quien gobernó lo que hoy conocemos como Palestina e Israel en los albores del siglo I, el mismo que intentó matar a Jesús recién nacido, provocando la matanza de los niños belenitas, el mismo que por su violencia impulsa al exilio a María y José de Nazareth junto al Niño.

Herodes el Grande había tenido una influencia notable, y entre sus logros se cuenta la reconstrucción esplendorosa del Templo de Jerusalem, la edificación de portentosas ciudades y una relativa calma y prosperidad en todos los territorios que dominaba con el auxilio del ocupante romano. Sin embargo, por su origen idumeo -de Edom- y su formación helénica no era considerado judío por sus paisanos y, por lo tanto, un usurpador del trono de Israel. 
Era un hombre poderoso que usualmente se valía de la violencia mortal como acción política; además, era terriblemente paranoico, al punto de presumir conspiraciones por doquier; así supuso que algunos de sus hijos buscaban socavar su trono, y sin vacilaciones les quita la vida. A la vez, se genera un árbol familiar harto complejo, pues algunos de los hijos sobrevivientes contraen matrimonio entre sí.
Los sobrevivientes varones eran Herodes Antipas, Herodes Arquelao y Herodes Filipos o Felipe, mientras que la mujer se llamaba Herodías, todos ellos medio hermanos entre sí pues provenían de diferentes esposas de Herodes el Grande. 
Herodías contrae nupcias con Herodes Filipos, y posteriormente, ella se casará con Herodes Antipas.

Herodes Antipas lleva la misma sangre violenta de su padre. Pero sin embargo no es un rey propiamente dicho, apenas es un gobernador vasallo de Galilea y la Perea, un poder que ejerce delegado por el opresor romano. Más aún, su designación como tetrarca -gobernante de un tercio- se corresponde con los deseos de uno de los hombres de confianza del César. Pero el Evangelista Marcos lo menta como "rey Herodes", y hay en esa denominación una sutil burla e ironía a un hombre que depende por entero del opresor, y que toma sus decisiones a partir de los caprichos de dos mujeres y del que dirán de los notables.

Juan el Bautista, en su integridad, no se callaba nunca. Y en los llamados a abandonar toda corrupción, gritaba en los rostros de Antipas y de Herodías que su matrimonio no era lícito ni era moral. Para el último de los profetas judíos, lo que es contrario a la Torah es opuesto a la voluntad de Dios, y aquí Herodes se encuentra en un flagrante quebranto. Aún así, el rencor mas virulento proviene de Herodías.
Herodes, a pesar de todo, le tiene cierta estima al Bautista y, porque nó, cierto temor reverencial.

Suele suceder. Los poderosos gustan rodearse de adulones y aplaudidores que jamás -por ningún motivo- los contradigan, y cuando una voz así, tan clara como la del Bautista, resuena en su espléndida discordancia, a pesar de la molestia es recibida como aire puro. Tal vez, sólo tal vez, para protegerlo de los celosos embates del odio de su esposa, es que manda encarcelar a Juan. 
Pero todo remite al poder, siempre es el poder, y Juan -de creciente influencia, con un pueblo cada vez más dispuesto a escucharle- se había vuelto peligroso.

El destino de un hombre inocente se decide en una mesa cruel, nefasta, oscura, detrás de una danza seductora y en pos de caprichos e imágenes públicas que sostener, y Herodes queda prisionero de sus torpes palabras. Hasta promete lo que no puede prometer: la mitad de su reino es nada, pues todo es territorio soberano de Roma.

La voracidad paranoica de Herodes el Grande se expresa de manera supersticiosa en Antipas. Cree que ese rabbí galileo cuyo renombre comienza a extenderse es Juan redivivo, resucitado. Cuando no hay espacio para la justicias, toda fabulación torna con una pátina de razonable validez.

Se trata de un rey falaz, y de una mesa para unos pocos poderosos, en donde la vida de los inocentes e indefensos se decide cual caprichoso juego de azar.

Pero ese Cristo por el que Herodes comienza a interesarse aviesamente y a preocuparse, es un rey extraño pero un rey verdadero. Un rey que no impondrá victorias gloriosas, sino que sentará su realeza nó en los palacios, sino en las honduras de los corazones capaces de amar como Él amaba. Y su mesa será la de sus amigos, una mesa grande, una mesa en donde todos son importantes, en donde se sientan las hermanas y los hermanos, y muy especialmente, aquellos a los que nadie invita a compartir el pan, una mesa en donde la vida se celebra y se acrecienta.

Paz y Bien

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