El borde del manto de Jesús



Para el día de hoy (10/02/14):  
Evangelio según San Marcos 6, 53-56



Jesús ha navegado en la noche junto a los discípulos, varios de ellos pescadores y navegantes avezados. Previo a ello, ha dado de comer a una multitud, y han sorteado -no sin un agudo temor- una tormenta brava, y perdura aún en sus ojos el Maestro caminando sobre las aguas de sus espantos.
Finalmente llegan a Genesaret, que es una planicie muy fértil de aproximadamente cinco por dos kilómetros, ubicada entre Tiberiades y Cafarnaúm en la orilla oeste del Mar de Galilea, y esa gran planicie se transforma en un patio gigantesco.

La imagen estremece a todo corazón que pueda portar, al menos, un mínimo de sensibilidad: cientos de personas comienzan a congregarse allí, llevando a sus enfermos y dolientes porque saben o se ha corrido la voz de que se encuentra allí Jesús de Nazareth. Muchos de los enfermos son trasladados en rústicas camillas, y ello es indicio no sólo de su postración sino de que se encuentran muy graves. Son gentes en su gran mayoría librados a su suerte, considerados culpables de su enfermedades por ideas de pecados y castigos, cuya última esperanza es ese rabbí que camina entre ellos mansamente.

Allí, en los caminos, en cada pueblo y aldea ponen a los enfermos cerca, al paso de Cristo, porque confían en que tocando los bordes de su manto quedarían sanados, y así sucedía invariablemente.
Por ello es menester detenerse en ese detalle, el borde del manto de Jesús, que posee un significado profundo y explica ese enorme acto de fé de todas esas personas.

En los tiempos del ministerio de Jesús de Nazareth, los hombres utilizaban cuatro prendas de vestir: una túnica larga y suelta que les cubría casi todo el cuerpo, una tela anudada o turbante que les cubría la cabeza y parte del cuello, sandalias en los pies y un manto de tela, cuadrado y sin costura, que se colocaba por sobre la túnica y se llamaba tallit
Todo varón judío debía, de acuerdo a la ley de Moisés, anudar a los cuatro extremos del tallit cuatro extremos sobresalientes con borlas -tzitzit-, flecos especialmente anudados que representaban el sagrado Nombre de Dios, YHWH -Num 15, 38-39-. Este mandato también tuvo su correlato histórico: durante los largos años de peregrinación en el desierto a la tierra prometida, dado que la tienda de Moisés no era suficiente para la gran cantidad de hombres de las tribus, cada uno de ellos extendía su tallit y aferrado a sus flecos inauguraba un nuevo templo santo, sitio íntimo de oración y encuentro entre el creyente y el Altísimo.
Con los años, estos extremos o flecos reflejaban también la autoridad de quien los portaba.

Por todo ello, las gentes -que en los rincones de su memoria tenían viva esa antigua tradición- ansiaban tocar los bordes del manto de Jesús, como ya también lo había hecho la hemorroísa en otra ocasión. Tocar los flecos del manto de Jesús es aferrarse con fervor al nombre Santo de Dios, tocar esas borlas es reconocer la autoridad del Maestro que manda retroceder todo el mal que asola cuerpos y almas.
Tocar el borde del manto de Jesús es reconocer que ese Cristo vive en comunión total con Dios, que mora a su sombra y bajo su alas infinitas de Padre y Madre.

Para nosotros tiene varias direcciones, y tal vez no solamente una referencia epocal. Los Evangelios no son crónicas históricas, sino narraciones teológicas, es decir, espirituales y que poseen el color único de un presente perpetuo. La Palabra -Dios mismo- nos habla hoy.
Por ello no podemos demorarnos en llevar a los enfermos y caídos al paso de ese Cristo que está entre nosotros, para que cada gesto -por pequeño que parezca- sea un acto de fé, que al igual que la oración, es una respuesta al llamado amoroso de un Dios que jamás se cansará de buscarnos y de llamarnos, un Dios que dispensa salud, que regala Salvación sin condiciones previas, a pura generosidad y bondad y, sobre todo, abandonar el temor de acercarnos, de pedir, de encontrar liberación y eternidad aferrados a su Nombre.

Paz y Bien

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