Cristo, fuente de agua viva

















Para el día de hoy (24/03/20): 

Evangelio según San Juan 5, 1-3a. 5-18 







En el día de hoy, la liturgia nos sitúa nuevamente junto al Maestro en la Ciudad Santa. Se trata de la segunda vez que sube, en su ministerio, a Jerusalem: es llamativo que se detenga en cierto sitio de la ciudad y no visite el Templo, cercano e imponente.

La piscina de Betsata o Bethesda tenía cinco pórticos o accesos, y formaba parte de un sistema coordinado de cisternas que proveían miles de litros de agua necesarios para las purificaciones y abluciones relativas al culto del Templo. En el caso específico de Betsata, se lavaban las ovejas previo a su sacrificio ritual en el altar del Templo, y por ello la piscina tenía fama de poseer en sus aguas virtudes santas de curación. Así entonces, llevaban a esa piscina a los enfermos y especialmente a los inválidos tratando de lograr su sanación.

Es llamativo: Bethesda significa, literalmente, casa de misericordia. En cercanías de ella, los rabinos enseñaban la Ley a su grupo selecto de estudiantes, y la contraposición es demoledora: de un lado se enseña la religión, mientras que a pocos pasos una multitud de enfermos, ciegos, lisiados, aguardaban la acción milagrosa de esas aguas. Parece una sala de emergencias o un hospicio de heridos de guerra que nadie atiende, abandonados a su suerte, la maldición de acostumbrarse al dolor y a los pesares como algo usual, la resignación, el abdicar de cualquier esperanza, el bajarse varios escalones en humanidad.

El hombre que languidece a la vera de la piscina es testigo viviente de esa desidia, la omisión cruel del olvido del hermano. Pero también tiene una profunda connotación simbólica: treinta y ocho años es, para los criterios de la época, toda una vida, una generación completa. Ese hombre tirado allí representa a un pueblo olvidado por sus pastores, sumido en una constante de muerte, en una sucesión de enfermedad que lesiona almas antes que cuerpos. 

Pero el Cristo que llega no pasa de largo, no ignora los sufrimientos por más que las rigurosas imposiciones vigentes lo impidan. Por más importante que sea el sábado, la compasión y el socorro son impostergables, rostro de un Dios que se inclina con bondad hacia la humanidad doliente.

No hay aguas mágicas ni remolinos milagreros. Es menester acceder a los infinitamente generosos caudales de agua viva que Cristo trae con su presencia y su Palabra.

En Cristo acontece la liberación plena del hombre, y por ello el paralítico se pone de pié, toma su camilla y camina. 
Se pone de pié, erguido nuevamente en toda su humanidad.
Toma su camilla, y es signo de que el dolor no se perpetúa, se hace pasado, se hace historia que es parte de uno mismo pero queda atrás. 
El caminar no refiere únicamente a cuestiones motrices, sino que es símbolo del discipulado, de ponerse en movimiento para dar testimonio a los demás del bien que el paso de Dios ha ocasionado en nuestras existencias.

La Cuaresma también es, en cierto modo, tomar la camilla donde agonizamos del pecado y nuestras miserias, y ponernos en camino santo de la Gracia, de la vida eterna.

Paz y Bien

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