La vida que se hace ofrenda










Para el día de hoy (27/11/17) 

Evangelio según San Lucas 21, 1-4




En el Templo de Jerusalem solía haber un río constante de peregrinos llegados de Judea, de Galilea y de la Diáspora. Por entre tanta multitud, es muy complicado poder ubicar a alguien en particular; para la cultura de la época, a una mujer -más allá de su posible atractivo natural- no se le presta demasiada atención, no tiene otra relevancia ni derechos que los que pueda otorgarle el esposo. En el caso de una viuda, no sólo es invisible sino que apenas sobrevive, sumergida en la miseria y dependiente de la caridad de otros. Una viuda está completamente desprotegida.

La legislación preveía un impuesto por el cual todo judío varón debía contribuir al sostenimiento del culto y de los sacerdotes; hemos de recordar cuando Jesús de Nazareth vuelca las mesas de los cambistas, que estaban precisamente allí para proveer monedas aceptadas para el pago del tributo. Además de ello, había en el Templo unas alcancías o cepillos metálicos -los historiadores y exégetas los llaman gazofilacios- con unas bocas anchas en donde pasan los peregrinos, y angosta en el piso inferior del tesoro, que es en donde caen las monedas que libremente depositan allí los asistentes, monedas que han de destinarse a la caridad, es decir, limosna para viudas y huérfanos, una suerte de asistencia social para los que nada tienen.
Algunos echaban allí ingentes sumas, movidos no tanto por la caridad sino por las ganas de figurar, de ser reconocidos, robustos puñados de monedas que provocaban un ruido que no podía soslayarse. Las dos moneditas de una viuda no se escuchan, no tienen relevancia como tampoco la tiene esa mujer que las arroja, y es probable que a su vez esas moneditas sean también el producto de una limosna a ella concedida, para que compre pan, para que sobreviva.

La escena estremece. Entre toda esa gente, sólo Jesús de Nazareth puede ver a quien los demás no miran ni ver, en su real dimensión, en la estatura completa de su corazón.
Esa mujer ha dado más que nadie, porque ha dado su propio sustento y nó lo que le sobra; no se puso a calcular beneficios divinos, intereses de ahorro o el quedar bien frente a los demás. No vaciló en ofrecerse porque hay otros que pasan necesidad, y esa aparente decisión irreflexiva tiene que ver con la desmesura de la Gracia de Dios, con hacer presente el Reino aquí y ahora, con que la compasión transforma toda realidad, por pequeña que aparezca.

Entre nosotros hay muchas viudas así, muchos que hacen de su vida una ofrenda.
Lo que nos sigue faltando es la mirada de Jesús de Nazareth.

Paz y Bien

1 comentarios:

Walter Fernández dijo...

Bendecida semana para todos quiénes leen este blog. Paz y Bien!

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