Visitación, encuentro y profecía






Visitación de la Virgen María

Para el día de hoy (31/05/16):  

Evangelio según San Lucas 1, 39-56





La escena estremece: una joven de provincias -casi una niña-, con un embarazo de tres meses, recorriendo a pié y con cierta urgencia más de cien kilómetros, de Galilea a las montañas de Judá, de Nazareth hacia Ain Karem por la ruta de Samaria, solita ella, indefensa, con todos los riesgos en esas rutas pobladas de salteadores.

Ella parte sin demoras al encuentro de Isabel, esposa del sacerdote Zacarías. La compasión y la solidaridad nos ponen prisas y hacen que la necesidad del prójimo se revista con una urgencia impostergable.
Pero estamos en el tiempo santo de la Gracia, kairós de Dios y el hombre, y los pasos que no se retrasan de esa muchacha galilea expresan la visita definitiva que Dios hace a su pueblo, Dios con nosotros, un Dios pariente de la humanidad, Papá, buen amigo y buen vecino, un Hijo que amamos.
Hay un éxodo bondadoso en la Visitación, señal de un Dios que renueva la vida e inaugura un comienzo definitivo desde la periferia hacia el centro, desde lo pequeño hacia lo grande, desde lo que no cuenta pero que está grávido de Salvación.

Son dos mujeres muy pero muy distintas. Una de ellas jovencísima, esposa de un artesano de aldea ignota, humilde y pobre. La otra, entrada en años es casi una abuela, y su esposo es un sacerdote que integra la ortodoxia de Judá, la centralidad religiosa que es tan altanera respecto a los demás; una se esconde, la otra sale abiertamente a los caminos con la vida que le crece en su seno. Aún así, en esas disimilitudes nos conocemos y re-conocemos, y es precisamente ese encuentro el que se vuelve comunión, alegría por el otro, profecía en ciernes. Y a ellas la bendición de un hijo próximo las enciende como mujeres que serán madres, un maravilloso secreto que sólo ellas comprenden.

María de Nazareth lleva consigo al Redentor, plena del Espíritu, y es el Espíritu, el Señor que la visita quien reverdece el viejo corazón de Isabel a pura profecía, a grata alabanza, señal para todos nosotros también: donde está la Madre, está el Hijo, y tal vez no hagan falta demasiados discursos o nutridas palabras. Sólo un corazón agradecido que se atreva a saltar de serena felicidad porque se terminan los imposibles y se inauguran los asombros, porque ya no tendrán mucho que decir los guerreros, los religiosos profesionales, 
los poderosos. Es tiempo de mujeres y de niños.

Como en todo encuentro en el que acontece el nosotros, hay una reciprocidad y un eco, música conjugada y compartida. Por eso María canta, porque lo que sucede es cosa de su Dios, ese Dios que la ama y que no abandona a su pueblo, el Dios de los pequeños, de los humildes, el que derriba a los poderosos, el que se impone por la fuerza de su amor, el que hace renacer la justicia y el derecho, el que mantiene siempre sus promesas, Dios magnífico, Dios liberador que recrea la historia humana comenzando por Israel, desde la enorme pequeñez de esa mujer de fé con la que cantamos la gloria de un Dios tan cercano.

Paz y Bien



1 comentarios:

ven dijo...

Muchas, gracias.

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