Lo que oímos y lo que escuchamos




Domingo Cuarto de Pascua

Para el día de hoy (17/04/16):  

Evangelio según San Juan 10, 27-30



Hay cosas que se dan por supuestas en el vertiginoso acontecer diario, una uniformidad sin matices, sin detenerse a la reflexión, perdiendo el sentido. Es comprensible, pues en lo habitual se prioriza la pura praxis y la eficiencia por sobre todo lo demás, pero así se extravía cualquier atisbo de orientación. 
Así nos sucede con lo que pasa alrededor, pues es mucho lo que oímos pero quizás poco lo que escuchamos.

Oír remite a una función sensorial, biológica en la que no media la voluntad; a menos que utilicemos algún instrumento hecho para eso o padezcamos alguna patología incapacitante, el oír es una cuestión prácticamente refleja, automática.
Muchos de nosotros, insertos sin remedio en la locura mórbida de la vida moderna en las grandes urbes, solemos estar agobiados de tantas cosas que oímos, y por desgracia se nos hace costumbre, la bulla habitual que no tiene demasiado sentido o que está allí puesta ex profeso para desviar la atención, para mirar para otro lado, para andar siempre distraídos, embarcados en batallas vanas que no son nuestras sino impuestas por los poderosos. Pero lo verdaderamente grave es que perdemos la capacidad de disfrutar el silencio y, más aún, la capacidad de la escucha, de la escucha atenta que puede cambiar todo. Escuchar con atención al hermano, al pueblo, a Dios.

La lectura del Evaangelio que hoy nos convoca se desarrolla en Jerusalem, durante la celebración de la Fiesta de la Dedicación -Hannukah-: en ella se hacía memoria y se renovaba el festejo de la victoria de Judas Macabeo y sus hermanos sobre las tropas invasoras del rey Antíoco Epífanes., quien en el ámbito sagrado del Templo había erigido un altar para adorar al dios Zeus. De allí el nombre de Dedicación: se purificaba el Templo de toda profanación y se lo volvía a dedicar al culto del Dios de Israel.
Como festividad, poseía un doble cariz religioso y nacionalista, pues se restaauraba la fé verdadera y se liberaba al pueblo del yugo extranjero, despejando toda posible contaminación con no judíos o gentiles profanos/paganos. Con el correr de los años, esa fiesta cuyo núcleo era la grata memoria de la liberación devino en una elitista reivindicación exclusivista que rechazaba y expulsaba todo asomo de gentilidad o extranjería, por somero que éste fuera. 
Por ello es que los dirigentes religiosos judíos estaban furiosos con Jesús de Nazareth: su predicación, su enseñanza que Él declaraba producida por su total identidad con el Padre contradecía todos esos postulados. Para ellos, ese rabbí galileo pobretón y sin pergaminos estaba subido a lomos de una blasfemia brava, pues el Dios que presentaba era un Padre que a todos llamaba y aceptaba sin excepciones, un Dios Padre de la humanidad, de todos los pueblos, inclusive esos que ellos despreciaban con fervor. 

Para la cultura de ese tiempo, la imagen del pastor es corriente, y en lo simbólico tiene una carga decisiva. Sin embargo, para esos hombres -tremendamente piadosos, religiosos profesionales- tienen una función de pastores del pueblo de Israel, pero en un sentido de propietarios pastoriles por su lado, y en el escalón del pueblo de una sumisión sin desvíos, manada que se lleva de un lado hacia otro sin cuestionamientos, ovejas que oyen las órdenes y son llevadas según los caprichos y el sometimiento establecido de un lado hacia otro, masa informe de bajo valor.

Nada más opuesto a la predicación del Maestro.

Mientras esos hombres consideraban al pueblo que conducían su propiedad, y le imponían intolerables reglamentos -una Ley interpretada múltiples veces- como medio para acceder a los favores divinos, Jesús de Nazareth se presenta como Buen Pastor, servidor generoso e incondicional de sus ovejas al punto de dar la vida por ellas, ovejas a las que ama y respeta, ovejas que pueden correr el riesgo de extraviarse porque son libres, y que son felices porque la única mediación para llegar a Dios, a su plenitud la encuentran en Cristo.

Puede que tengamos que oír un cúmulo de cosas. Las trampas mundanas, las tentaciones del poder, el egoísmo masificado, las vanidades que desdibujan rostros e identidades.
A pesar de todo, aún con nuestras limitaciones y quebrantos, escuchamos la voz del Buen Pastor y lo reconocemos, pues sabemos que para Él todas las ovejas, sin excepción, son importantes, ninguna vale menos, ninguna ha de perderse, todas han de resplandecer en justicia y caridad frente a ese Dios que nos sale al encuentro en cada encrucijada de la vida.

Paz y Bien


1 comentarios:

ven dijo...

El que realmente escucha a Dios, ya no vive para si mismo, porque el fuego de este amor lo consumió todo. Que realmente sepamos escuchar su voz, gracias, un feliz domingo en el Señor.

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