Viernes Santo: silencio y contemplación del amor mayor











Viernes Santo de la Pasión del Señor

Para el día de hoy (30/03/18):  

Evangelio según San Juan 18, 1-19, 42








La superabundancia de palabras y sonidos, de ruidos tóxicos y vocablos vanos tiene una morbilidad demasiado habitual. En verdad estamos saturados -a menudo gustosos de ello-, pero por eso mismo es tan necesario hacer silencio, ese silencio fructífero, desierto santo para el encuentro con Dios. Y así, despojados de cualquier intromisión perecedera y de tantas cuestiones distractivas, centrar la mirada y el corazón en ese Cristo crucificado.

Hay que dejar que la cruz nos hable.

Los romanos eran cruelmente eficaces en esos temas punitivos, ejecutorios. Todo estaba cuidadosamente estudiado y se planificaba en busca del mayor efecto. La crucifixión, como pena capital, tenía dos aspectos: por un lado, aplicar el máximo castigo al reo condenado, escarmiento doloroso por crímenes contra el imperio, que tenían como área previa una ingente sesión de flagelos y durísimos maltratos corporales. La exposición del castigado desnudo y agonizante es la humillación mayor, aunado esto a una prolongada e insoportable agonía.
Por otra parte, buscaban un efecto disuasorio hacia otros que pretendieran seguir el mismo camino subverviso del condenado, como indicando esto es lo que te espera. Por ello siempre este tipo de ejecución tiene un carácter público y casi obligatorio.
De estos horrores se exceptuaban a los ciudadanos romanos: con la cruz se reprimía a los esclavos rebeldes y a los alzamientos provinciales, tal era el grado de espanto que se infringía y el tenor de indignidad considerado, impropio de un hijo de Roma.
Para la ley mosaica, un crucificado es directamente un maldito.

Marginalidad y maldición, y la piedad desalojada.

En el Gólgota hay tres condenados levantados, pero un sólo inocente. Como con exactitud lo dirían tiempo después sus amigos, ese galileo pasó haciendo el bien, y sin embargo lo ejecutan como a un criminal peligroso.
Los concienzudos verdugos romanos, luego de burlas y vejámenes, le han aplicado un cartel cuya pretensión es identificar pero también ridiculizar. Está escrito en hebreo, latín y griego, es decir, en todos los idiomas universales para esa época, mensaje que será para todas las naciones de todos los tiempos. Dice: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos -Iesvs Nazarenvs Rex Ivdaeorvm-.
El término pretendidamente mesiánico, rey de los judíos, es una broma torpe, que a su vez reaviva las furias de los sanedritas: el término correcto, de corresponder, hubiera sido rey de Israel. A esos hombres, religiosos profesionales, los puede el odio y el rencor antes que la erudición que dicen profesar.
Pero, aún cuando seguramente el pretor no lo desea, la identidad originaria del Crucificado es motivo de honra y revelación. Jesús Nazareno, Jesús nacido en Nazareth, la pequeña e ignota Nazareth de la periferia, de donde nada se espera y en donde en realidad todo comienza, y la historia señala una encrucijada y un cambio de rumbo total a partir de una pequeña muchachita judía que ahora muere por dos, muere al pié de esos maderos en donde su hijo -que es su Maestro y su Dios- agoniza del peor modo.

Contemplar a ese Crucificado es volver a escuchar la voz de la mansedumbre, de la paz, de la vida que se ofrece para que no haya más crucificados.
Es dejar que el amor se exprese pues es más fuerte y más tenaz que cualquier espanto y cualquier tortura, que la muerte misma.
Es ponerse al hombro las miserias y caminar hacia tiempos mejores y definitivos, en donde no importen tanto las voces autoritarias y cínicas de los Caifás y los Pilatos y los Herodes, e inclinar los corazones hacia los inocentes. Porque siempre, indefectiblemente, hay que estar del lado de las víctimas y no de los victimarios.
Es permitir que esa mujer de corazón enorme y doliente se afinque en nuestro hogar, pues casa propia no tiene: la casa de María está allí en donde están los hermanos de Cristo que la reciben con afecto. María es la herencia más valiosa que nos lega ese Crucificado, en un testamento amoroso apenas pronunciado pero escrito de manera indeleble por su sangre divina vertida como cordero pascual, sangre con la que pintaremos las puertas de nuestros corazones para que todas las muertes pasen de largo.

Estamos en las manos bondadosas de un Dios que es Padre y es Madre, aún cuando los cielos se oscurezcan, aún cuando parezca que nos han arrancado la esperanza a golpes de martillos odiosos, en medio de cualquier noche.

Paz y Bien

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